Soy
Mujer: soñadora, tetona, 'esnalgada', feliz... En mi adolescencia, cuando
empezaron a crecer los senos, confieso que entré en crisis porque veía que
tomaban proporciones muy grandes, teniendo como referencia a mis mujeres
ascendientes. Contrario a mis nalgas planas que rompían el imaginario de
'negras nalgonas'... Recuerdo que después me reí mucho de las paradojas de la
vida, mientras veía a mujeres esperando turno en un quirofano
convencidas de que les resolverían sus dificultades de autoaceptación con un
par de tallas. (A muchas vi salir de ahí 'orgullosas' luchando por tapar con
sus prótesis un lánguido y autoconcepto que no pudo ser sanado con el bisturí).
Lo que es del alma no se resuelve con dinero. Alguna vez, por ejemplo, pasaba
por un centro de estética (¿por qué hay tantos?) y me ofrecieron un par de nalgas
por tres millones de pesos jajaja; le agradecí a esa persona por preocuparse
por algo que yo desde mi adolescencia dejé de notar... "es que eres
esnalgá", me decían jajaja... Me acordé de ese episodio esta madrugada,
mientras le agradecía una vez más a Dios por mi vida, por diseñarla para mí,
tan genial, tan a la medida de mis sueños, tan desde adentro...
Desde mi nicho
Existen rasgos característicos que identifican a los seres, canciones que se parecen a uno, libros que nos llenan el alma, cosas tan nuestras como la certeza de ser únicos e irrepetibles, tal cual nos creó Dios. Así son también las cosas que producimos y nuestros lugares de intimidad. Yo tengo un nicho que tiene todo de mí, mi olor, mi esencia, mi ser. Desde aquí los saludo.
Yo no nací una mañana cualquiera
Aquella
fue una mañana especial, hermosa, radiante; de esas que tienen los colores de
la primavera y toda la naturaleza se esmera por lucir un brillo exclusivo,
inédito. Era el día del Solsticio de Verano. Uno de esos domingos de junio en
los que la luz se apresura a tomar dominio, a iluminarlo todo. El sol había
madrugado, o tal vez –como mi mamá- no había podido dormir, preparando mi
llegada; ella con dolor, él con ansias tal vez y yo… yo tengo que haber estado
ansiosa también… así como soy yo. El caso es que al tiempo que el sol asomaba
esos colores rojizos que lo anteceden, asomaba yo la cabeza desde las entrañas
de mi mamá.
Era domingo cuando ella me pario
La
conocí en el inicio de mis días. Se veía radiante en sus treinta y tantos,
acariciando con ternura su panza, transmitiendo sus primeras ondas amorosas a
la vida incipiente que crecía dentro de ella.
Era la séptima vez que germinaba en su interior la semilla de la vida;
sin embargo, experimentaba sensaciones inéditas cada vez, se emocionaba y se
apoderaba de ella una ansiedad feliz que ni siquiera las reminiscencias de los
dolores de parto lograban eclipsar.
De una manera estoica e inexplicable disfrutó cada una de las
‘majaderías fetales’ que en innumerables ocasiones la sacudían por dentro hasta
el dolor, hasta dejarla incapacita-da para ser ella misma.
Después, cuando cesaron los malestares, cargó con ella un peso
embarazoso y progresivo que la obligó a ser aún más fuerte para so-portar ‘la
carga’ adicional que con amor llevaba encima.
Los olores de mi infancia
Ahí vienen otra vez los
olores de mi infancia.
Han sido persistentes
durante estos días. Se hacen presentes en mis noches de insomnio y en mis días
de sol y me obligan sucumbir bajo el peso de las evocaciones: La leche klim con
cola granulada de mis cinco años, el trigo cocinado de mis siete, los
chontaduros de toda mi niñez; ah… los tapaos de chere y el quícharo pizao de
los días de monte y las cucas y panochas en los ‘días de pueblo’.
¿Qué es lo que persiguen?
Con ellos llegan a mi
mente también las imágenes del río Suruco con sus charcos seductores… y las
bodas y noches de arroz clavao en la playa. Fue una época muy feliz. No quiero
significar que esta no lo sea, pero sí era todo muy distinto, más tranquilo;
había más sosiego, más calidez, más amistad… Y el pueblo, ¡Dios… cómo ha
cambiado el pueblo!
A la bendita madre que me parió
Suele sentarse bajo el
atardecer y quedarse ahí, sin un derrotero específico, escrutando el ocaso con la
natural mesura de su mirada. “Son tan cambiantes las puestas de sol”, se le
escucha musitar en ocasiones, cuando el día se va despidiendo por el occidente
como acuarelas mutantes.
Verla vivir sus tardes es
asistir a una ceremonia gestual de ceños fruncidos y sonrisas inexplicables, de
manos que se expresan en un monólogo sin palabras y sin audiencias; un momento individual
que la sugiere en viajes regresivos hacia otros tiempos de ella misma, tañendo
un racimo de recuerdos que se manifiestan en sus facciones y músculos, ilógicamente
firmes para su realidad octogenaria.
El Ángel Bohemio en su contexto geoafectivo
Si tuviera que delimitar una zona geográfica para él, hasta
el más aventajado investigador estaria en apuros, por cuanto sería absurdo
circunscribirlo a un territorio. Sus genes, sus vivencias de
infantoadolescencia y su apego espiritual están sembrados en La Guajira, sobre
un área que tiene como eje de rotación a San Juan del Cesar con todos los
pueblos cercanos; sus evocaciones juveniles y de colegio lo llevan a barrios
como Cañaguate, Obrero, Alfonso López, San Joaquin, La Granja y Loperena, en
Valledupar; sus experiencias universitarias, así como memorias de alegrías y tristezas
perviven en Argentina; el escenario actual de sus días se erige en Puerto
Colombia, Atlántico, pero la onda expansiva de su poesía ha sacudido corazones
en el planeta entero; como su quehacer, que ha repercutido en toda la
humanidad.
Por eso quienes se acercan a Adrián Pablo Villamizar Zapata
notan de inmediato que que a él no puede asírsele sólo desde algo tan material
como un espacio geográfico, ya que sus delimitaciones se encuentran en estadios
de lo intangible, por tratarse de un ser que es espíritu y alma, de esos que no
se tocan con las manos sino con el corazón; de los que al conocerlos ofrecen la
posibilidad de acceso a un universo de amor exacerbado, sensible y humano; un
amor en su esencia más básica y elemental.
Relato de dos cazadores mudados en ambientalistas y poetas cantores
Sus predilectas eran las
perdices. Le encantaba comerlas fritas con patacones, yuca o plátano cocido,
cuando era muchacho. “¡Eran una exquisitez!”. Más adulto, cuando ya cazada con
perros y escopeta, tenía como objetivo primario a los saínos, unos cerdos
silvestres con una carne magra de calidad extrema que por muy gordos que
estuvieran no tenían ni asomo de grasa. Adoraba sentarse a degustar un guiso de
saíno.
El entorno se prestaba
para sus prácticas de cacería, pues Becerril donde nació era “otro mundo, una
maravilla ecológica”, en la que confluían selva y sabana. Y él, Tomás Darío
Gutiérrez Hinojosa, se caminó esa sabana, desde Codazzi, pasando por Camperucho
y siguiendo al río Cesar, bajaba por El Hatillo hasta llegar a El Paso y La Loma;
una prolongación en cierto modo del desierto guajiro en las entrañas del Cesar,
con las mismas especies animales y vegetales; ahí se daba el encuentro con la
selva que se extendía por una ‘inmensidad’ de hectáreas.
Hans, el último alemán de la Sierra
La estampa rubia y
forastera en medio de las montañas de la Sierra Nevada no pasa inadvertida. Y
si abre su boca y deja escuchar su castellano fluido, matizado con
expresiones tan castizas
como “pegarse unos chirrinchazos”,
“estar encoñao” y “arreglar las vainas a las trompadas”
llama aún más la atención.
Habita en un extremo de
Pueblo Bello, Cesar, en una casa sin lujos, ya que éstos no hacen parte de sus
prioridades para vivir. Él prefiere una existencia en calma, levantarse todas
las mañanas y ver que en frente suyo permanecen los cerros que tantas veces
recorrió en su juventud.
Es un alemán que no
conoce a Alemania, al que no le caen bien los Nazis, aunque un tío suyo fue uno
de ellos. “Algunos alemanes son unos desgraciados”, opina.
“No me interesa conocer
a Alemania”, dice, sentado en un sillón de la sala de su infancia, convertido
hace ya varias tardes en un escenario de recuerdos, donde relató detalles de la
leyenda que es su vida, de por qué un hombre que se llama Hans Joachim Naeder
Hadameck puede decir sin mentir: “Soy colombiano, nací hace 88 años en
Barranquilla, me bautizaron en Villanueva y he vivido desde niño en Pueblo Bello”.
Pesadillas de Gorgona
Al desembarcar de la
nave en la que hizo la travesía marítima, Chiche Brito se encontró de frente
con una construcción en medio del bosque tropical del océano pacífico, donde
estaba la vivienda en la que permanecería los siguientes años de su vida.
En cuanto pisó tierra
firme, dejó de ser José Agustín Brito Cabana para convertirse en el preso 749,
número con el que estaban marcados los pocos elementos que a partir de ese
momento podía usar: un rústico camarote, sin colchón ni almohadas, de madera
ofrendada por el bosque de la isla, y un guardador en el que acomodó las pocas
pertenencias con las que llegó a su nuevo destino, donde no conocía a nadie,
pero por las referencias que tenía del lugar, sabía que era un sitio maldito
que alojaba a los criminales más temibles de Colombia, a los que internaban en
los oscuros calabozos para hacerlos pagar – a un precio muy alto – los delitos
cometidos.
Llegó a la isla muy
joven, no recuerda el año exacto, tal vez porque lo vivido en su juventud son
páginas que muchas veces ha intentado arrancar del libro de su vida, pero ante
su imposibilidad para hacerlo ha optado por no leerlas.
La esencia femenina de la Dinastía Zuleta
Imaginar un contexto distinto
para sus vidas es tan improbable como pensar en la música como algo lejano a su
estirpe. Ellas son la esencia femenina de una línea de sangre que alcanza ya
las cuatro generaciones musicales, cuya información genética tiene moléculas creativas
para el verso, el canto y ejecución de instrumentos musicales, que se constituyen
en el elemento predominante en los varones de la familia; en ellas, las
mujeres, prevalece lo sensible, el amor manifiesto, la pujanza y templanza, la
solidaridad, la complicidad, la unión filial, todos estos rasgos heredados un
tanto de su abuela Sara María Salas Baquero y
otro tanto de su madre Pureza del Carmen Díaz Daza.
En el
ocaso de un día cualquiera, se les encuentra juntas en el patio arborizado de
la casa de una de ellas en Valledupar, conversando alegres y riendo a
carcajadas, evocando episodios de su juventud, haciendo planes de corto plazo,
disfrutándose unas a las otras. Juntas son la excepción
de las teorías e hipótesis que se han formulado sobre la amistad, que la
asocian con algún tipo de interés, beneficios, riqueza o popularidad social,
pues lo de ellas supera el campo frívolo de los bienes y servicios y se sitúa
en los estadios del amor incondicional.
Dinastía: Hogar seguro de un patrimonio que es vida y canto
Eran aquellos tiempos
en los que, para que ‘aprendieran a ser hombres’, a los niños los iniciaban en
las labores del campo; de modo que a sus quince años ya Escolástico estaba
convertido en vaquero con una destreza impecable para enrejar el ganado y
administrar la finca de su papá Rosendo Romero Villarreal, un gamonal de
prestigio, no sólo por lo imponente de su figura, su cabello rubio, sus ojos
azules y su ascendencia española; sino por su maestría en el arte de tocar el
acordeón.
La finca era inmensa;
la más grande de toda esa zona. Estaba en Boquerón, a un extremo de Becerril,
en el Cesar, donde había establecido su segundo hogar Rosendo, tras un
matrimonio apresurado por la conveniencia de escapar del servicio militar y que
poco después lo dejó viudo y con un hijo bautizado como Escolástico Romero
Rivera. La cotidianidad eran intensa: El padre en sus asuntos musicales y el
hijo cada vez más agobiado por los quehaceres campesinos, al punto que un día
decidió soltar sus cargas y escapar, buscando refugio donde su tío Adolfo
Romero, en Villanueva, La Guajira, primero de su estirpe en asentarse en esta
tierra de dinastías.
Yo no nací una mañana cualquiera…
Aquella fue una mañana
especial, hermosa, radiante; de esas que tienen los colores de la primavera y
toda la naturaleza se esmera por lucir un brillo exclusivo, inédito. Era el día
del Solsticio de Verano. Uno de esos domingos de junio en los que la luz se
apresura a tomar dominio, a iluminarlo todo. El sol había madrugado, o tal vez –como
mi mamá- no había podido dormir, preparando mi llegada; ella con dolor, él con
ansias tal vez y yo… yo tengo que haber estado ansiosa también… así como soy
yo. El caso es que al tiempo que el sol asomaba esos colores rojizos que lo
anteceden, asomaba yo la cabeza desde las entrañas de mi mamá.
La eterna traga de Emilianito
Era un día distinto.
Un sol de lluvia se había anclado desde temprano en Valledupar, llenando de
esperanza a la tierra sedienta y dándole a la mañana una tonalidad de cinco de
la tarde. La brisa fresca y tenue que venía de la Sierra Nevada atravesaba las
ventanas abiertas de la edificación y seguía de largo, disipando apenas un poco
el sopor del verano.
Emilianito llegó con
prisa y sin equipaje, previo a otro viaje de los muchos que llenaban la agenda
de homenajeado en una fiesta grande y determinante para la cultura de su región
y orgullo de la humanidad. Había cansancio en su semblante. Bebió agua,
concretó detalles para el gran acontecimiento y se disponía a marcharse, cuando
alguien lo llamó con la complicidad de los sonidos de un acordeón. Escuchó en
silencio y fue posible ver cómo de atenuaba el trajín de su piel, pintando en
su rostro esa expresión sin nombre que adquieren las personas cuando las invade
el efecto milagroso del amor, ese que sana, que sacia, que hace que todo se vea
bonito.
Un ‘amor de corintios’, el de Juana Fula a Sergio Moya Molina
“Todo lo sufre, todo
lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”, dice el libro de Corintios sobre la
naturaleza del amor, del verdadero amor; y reitera que “el amor nunca deja de
ser”, a pesar de las tempestades, ciclones, huracanes o lo que sea que tenga
que resistir.
Y
esos: Sufrir, creer, esperar y soportar son verbos que se han conjugado literalmente
en el sujeto Juana Fula durante más de medio siglo que ha persistido amando a
Sergio Moya Molina, el hombre al que decidió unir su vida
desde cuando era apenas una adolescente de quince años y todas las fibras de su
ser se sacudieron ante los galanteos de ese muchacho alto y flaco le hacía
sentir mariposas revoloteando su vientre, respirar un aire más liviano y ver
los días más bonitos. “Yo soy samaria, pero tengo 54 años de estar aquí con Sergio.
Él iba a Santa Marta y yo lo vi allá con un tío; después me vine para
Valledupar a vivir con mi mamá y lo encontré a él”, recuerda.
La Herencia Africana, desde vivencias infantiles
-“Sí”.
-¿Por qué?
-“Me
gusta ser diferente de las otras personas”.
-¿Y sientes que esa
diferencia es por el color de tu piel?
-“Sí, porque en el
colegio a muchos no les gusta mi color y cuando están peleando con otra persona
que es de mi color, empiezan a tratarla mal, a decirle que es ‘negra berrinche’
y otras cosas desagradables”.
-¿A ti te lo han
dicho ‘negra berrinche’?
“Sí”.
¿Quién?
-“Niños
blancos”
-¿En esos momentos, qué
te gustaría que pasara para que no te dijeran así?
-“Que
se dieran cuenta que todos tenemos derechos y que no deberíamos ser
discriminados”.
-¿Sientes rabia o
rencor con esos niños que te han tratado mal, por tu color de piel?
-“No.
Sólo quisiera que sepan que tengo los mismos derechos que ellos. Que no tienen
derecho a tratar mal a las personas. Eso es todo”.
¿Sientes que eres
menos importante, por ser negra?
-“Sí. Me siento menos
importante porque las personas a mí como que me desprecian más. Quieren más
estar junto a las personas blancas que junto a mí. No me gusta cómo me ven a
veces”.
Hans, el último alemán de la Sierra
La
estampa rubia y forastera en medio de las montañas de la Sierra Nevada no pasa
inadvertida. Y si abre su boca y deja escuchar su
castellano fluido, matizado con expresiones
tan castizas como “pegarse unos chirrinchazos”,
“estar encoñao” y “arreglar las vainas a las trompadas”
llama aún más la atención.
Habita en un extremo
de Pueblo Bello, Cesar, en una casa sin lujos, ya que éstos no hacen parte de
sus prioridades para vivir. Él prefiere una existencia en calma, levantarse
todas las mañanas y ver que en frente suyo permanecen los cerros que tantas
veces recorrió en su juventud.
Es
un alemán que no conoce a Alemania, al que no le caen bien los Nazis, aunque un
tío suyo fue uno de ellos. “Algunos alemanes son unos
desgraciados”, opina.
“No me interesa
conocer a Alemania”, dice, sentado en un sillón de la sala de su infancia,
convertido hace ya varias tardes en un escenario de recuerdos, donde relató
detalles de la leyenda que es su vida, de por
qué un hombre que se llama Hans Joachim Naeder Hadameck puede decir sin mentir:
“Soy colombiano, nací hace 88 años en Barranquilla, me bautizaron en
Villanueva y he vivido desde niño
en Pueblo Bello”.
Pesadillas de Gorgona
Al desembarcar de la
nave en la que hizo la travesía marítima, Chiche Brito se encontró de frente
con una construcción en medio del bosque tropical del océano pacífico, donde
estaba la vivienda en la que permanecería los siguientes años de su vida.
En
cuanto pisó tierra firme, dejó de ser José Agustín Brito Cabana para convertirse
en el preso 749, número con el que estaban marcados los pocos elementos que a
partir de ese momento podía usar: un rústico camarote,
sin colchón ni almohadas, de madera ofrendada por el bosque de la isla, y un guardador
en el que acomodó las pocas pertenencias con las que llegó a su nuevo destino,
donde no conocía a nadie, pero por las referencias que tenía del lugar, sabía
que era un sitio maldito que alojaba a los criminales más temibles de Colombia,
a los que internaban en los oscuros calabozos para hacerlos pagar – a un precio
muy alto – los delitos cometidos.
Llegó a la isla muy
joven, no recuerda el año exacto, tal vez porque lo vivido en su juventud son
páginas que muchas veces ha intentado arrancar del libro de su vida, pero ante
su imposibilidad para hacerlo ha optado por no leerlas.
Había
dejado atrás un millón 142 mil kilómetros cuadrados de tierra firme que le
habían alcanzado para vivir, pero también para matar a un hombre
– aunque le cobraron tres - y esconderse de las autoridades por cuatro años.
Allá, exiliado en un espacio de sólo ocho kilómetros de largo por dos y medio
de ancho, en el que debía compartir con otros condenados que al igual que él
“no eran cosita de comer”, su vida pasó frente a sus ojos y quiso desandar los pasos
andados para no llegar a ese lugar, pero ya estaba ahí.
“Tú no pareces negra”
En muchas ocasiones me han preguntado si a lo largo de mi
vida he sufrido discriminación por ser negra y he respondido que no, que nunca
he sentido que el color de mi piel me haya traído dificultades; que por el
contrario, me ha representado elogios continuos por su lozanía y por el escaso
cuidado que demanda para mantenerse libre de acné. Lo cual es cierto.
No obstante, hasta hace unos meses me encontré en
Internet con una campaña de la revista digital española Afroféminas, y vinieron
a mi memoria una cantidad de comentarios
relacionados con mi ‘color distinto’ de piel, los cuales, aunque se expresan en
contextos amables e incluso por amistades entrañables, arrastran sutilmente el
lastre de la discriminación racial; esto, a la luz del concepto de
Microracismo, que es lo que combate la citada campaña: “Los microrracismos
tienen lugar cuando vivenciamos momentos de intolerancia, sutiles y que con
frecuencia pasan desapercibidos… Los microrracismos tienen muchas formas de
manifestarse. Todos se apropian parcial o completamente de un estereotipo que,
sin percatarnos e incluso inconscientemente, nos hace tener comportamientos
provistos de tintes racistas”, explica Afroféminas, que pretende “descubrir los
microrracismos y hacerlos más evidentes en la sociedad en la que vivimos”.
Relato de aquel abril en que Rafa Manjarrez padeció una terrible ausencia sentimental
“Que
si el mango está en la plaza igual/que si el maestro Escalona asistió/si bajó
Toño Salas de El Plan/¿qué pasó?/que aquí estoy, pero mi alma está allá”.
No tenía cómo saberlo, porque le tocó quedarse en la fría capital, mientras en
Valledupar todo se movía al compás de acordeones, cajas y guacharacas en las
tarimas; de canciones que se estrenaban; de contiendas de verseadores enfrentados
en piqueria; del disfrute y asombro de visitantes; de parrandas con sancocho de
rabo en los patios tradicionales.
Esa tarde de 1977. El muchacho pudo experimentar la angustia
provocada por la inmodificable verdad de tener que vivir de lejos es Festival
Vallenato. No quería ver ni hablar con nadie; sólo se encerró y, en la
soledad de su habitación, dejó fluir toda la tristeza que se había apoderado de
él. “Encerrado, temblando escribí una
letra/que detalla mi tristeza/mi ausencia sentimental”.
El poeta soberano de la Canción Vallenata Inédita
Coraje fue lo que
sintió Santander Durán Escalona ese día, cuando pasó por la plaza del pueblo y
vio a tantos indígenas arhuacos tirados en los sardineles, ebrios de
chirrinchi, despojados de sus mochilas, poporos, tutusumas y, en sí, de su
esencia ancestral. “Sentí rabia contra
nuestra gente por desconocer un patrimonio cultural tan valioso”.
Tenía razón. Los
‘blancos’ sacaban a los indígenas de su entorno, los emborrachaban, les robaban
sus elementos sagrados y los exhibían ante los ‘cachacos’ como artículos de
feria, hecho que evidenciaba un desconocimiento absoluto del tesoro cultural
que bajada de la Sierra Nevada.
Verseadores: De las diatribas a los abrazos
El
muchacho no se veía muy bien. Sus versos salían con dificultad y se los lanzaba
con rabia a su contendor que permanecía inmutable con una sonrisa socarrona y
un modo de bailar que parecía exasperarlo más; eso lo notaba el público que esa
tarde estaba ahí y que fue testigo de cómo en al final de la contienda, el
muchacho fue apabullado por su adversario; con la mirada hacia el suelo se
despidió de mano del jurado.
Ella es un canto a la vida y a la música redentora
Ella
es madre de muchos hijos que no parió, es inspiración que impulsa a los que
sufren, es símbolo de resiliencia, esperanza que redime los dolores de la
guerra. Ella es un canto a la vida.
Ella emergió en un
entorno bucólico y fiestero que más tarde se manifestó en la esencia de su ser.
Fue en Sincelejo, Sucre, donde tuvo lugar su nacimiento. Ahí estaba el hogar de
don Julio, un reconocido juglar sabanero que interpretaba el acordeón como
ninguno, y una mujer de ascendencia antioqueña que amaba la sabana, quienes
tuvieron hijos, una de las cuales bautizaron como Lubys Elvira de la Ossa
Ochoa, nombre que a través del tiempo fue sufriendo una mutación gramatical
hasta quedar convertido en Ludys. Ahí creció la niña, entre tamboras, porros,
cumbias, colegio y familia, y que un día sorprendió a su papá con la noticia de
ser la ganadora de un programa de ‘
“Mi ansiedad es que la gente diga: Al fin salió algo bueno”: Peter Manjarrés
Si Peter Manjarrés no
está hoy comiéndose las uñas, desvelado y sin poder pasar bocado es porque “yo
soy una persona muy aterrizada. He sido siempre muy equilibrado. Creo que por
eso que me dicen ‘El Caballero’, porque soy muy creyente en Dios y nunca he
creído en la fama”. De lo contrario, hubiera tenido que sortear los altos
niveles de ansiedad ante la magnitud de lo que hoy está presentando al mundo: Sólo Clásicos Vol.2, que además tiene un
apellido grande: ‘Cuatro Décadas’.
“Más pudo mi libertad poética que un matrimonio”: Rita Fernández Padilla
Ella
nació el día del solsticio de verano, cuando sol alcanza su más alta posición
en relación con la tierra, en una casa cerca al mar, y se convirtió - al crecer
- en una “amante de la naturaleza, de los seres sensibles, nobles y generosos.
En una enamorada de la paz interior”, complementos vitales que encontró en la
poesía, la música y la libertad.
La parranda vallenata como un ritual de amistad
“El de las carcajadas era el viejo
Poncho Cotes, riéndose de un cuento que contaba Andrés Becerra y que decía
poesías toda la noche. Hablaban de amores y de penas”[i]. El
verso de Poncho Cotes Maya habla de cuentos que hacían reír, de poesía, de
evocaciones de amores, de nostalgias provocadas por las penas; pero sobretodo
habla de amistad y cofradía; todos estos, elementos constitutivos
imprescindibles en una parranda vallenata.
El diccionario de la
Real Academia de la Lengua Española define la palabra Parranda como “Cuadrilla
de músicos o aficionados que salen de noche tocando instrumentos de música o
cantando para divertirse”[ii].
Y sí, pasar un rato agradable es un objetivo lógico; no obstante, al trasladar
este término a la comarca del vallenato, sus connotaciones toman otras
dimensiones que trascienden el entretenimiento y se instala en regiones del
espíritu, en aquello que sólo puede entenderse, digerirse, leerse, sentirse, en
los territorios del alma.
En La Guajira, “el agua es melancolía, sólo la aridez perdura”
Había intimidad,
confianza, música, trago, comida, alegría y lamentos exorcizados. Era uno de
esos reencuentros de amigos que hace tiempo no se ven y que se confiesan
entrañables a medida que avanzan los abrazos y se actualizan en las novedades
de sus vidas. Al paso de las horas, uno a uno fueron despidiéndose, vencidos
por el sueño o las demandas del tiempo familiar, y sólo quedaron tres, que se
entregaron a la madrugada sin prisa, para renovar la esencia de su afecto añejo;
ese era su momento y se apropiaron de él para invertirlo en la amistad. Uno de
ellos sacó de su billetera una memoria en forma de tarjeta, la instaló en el
equipo de sonido y se embebieron los tres en el deleite de las añoranzas
traídas por las canciones de su pasado.
Poema triste a las prostitutas del mundo
En
el punto justo donde el día besa la noche, ella hacía su aparición envuelta en
colores refulgentes, cuyos destellos dejaban ver su alma virgen de afecto,
colmada de amores sin nombres, fugaces y baratos. Él, un ser impúber, se moría
de las ganas de descifrar ese gesto sugerente que le hacía la mujer al verlo
pasar sin destino hacia la finca de su padre, con la única tarea de verla
ondear la mano diciéndole adiós, desde un raudal de coloridas damiselas.
“Eran
muchas mujeres, pero había una en particular; era cachaca y me hacía señas
desde lejos cuando yo pasaba”.
Diario de un pescador
Rodrigo abre los ojos
y se sienta en su lecho. A tientas, calza las chanclas que ha dejado a los pies
de la cama; iluminado por la lámpara de la esquina, cruza la cocina y sale al
patio trasero de la vivienda, donde entra en un cuartico sin techo, con pareces
de tablas y un tanque lleno de agua. Suelta despacio el agua con una vasija
plástica y la siente deslizarse desde su cabeza y recorrerle el cuerpo, mientras
desde patios lejanos le llegan cantos de gallos y mugidos de la noche que se va.
Es increíble la frescura que se siente a esa hora en Chimichagua, comparada con
los 38 grados, y a veces más, que por lo general soporta en sus faenas de
pesca. De regreso al cuarto, pasa de nuevo por la cocina y un olor a café
recién colado se le mete por la nariz y lo invade por dentro; se detiene un
momento, cierra los ojos, inhala con fuerza y retiene por unos segundos el aire
aromático en sus pulmones; es como si quisiera consumir el café sin beberlo.
Manos que tejen esperanza y tradición
Las manos laboriosas
sujetan el tejido con los dedos medio, anular y meñique. Pulgar e índice de la
mano derecha manipulan la aguja, mientras los de la mano izquierda hacen
maniobras ágiles con el hijo; lo extienden y enrollas con una habilidad que
embelesa.
Hace calor en la
avenida Primera de Riohacha. Edeisuana Epiayú está ubicada debajo de un Roble, que
le proporciona su sombra para mitigar las altas inclemencias del sol, al tiempo
que le sirve de teatro de creaciones y comercialización de su arte ancestral.
Viste una manta rosada con acabados de hilos diversos, accesorios artesanales,
una mochila pequeña cruzada y una pañoleta hecha a mano. Al lado tiene decenas
de mochilas, pañoletas, pulseras, llaveros y otras manualidades que la
identifican como auténtica wayúu, representante de la casta Epiayú, del
resguardo Mañatú, en Aremasaín, en la Alta Guajira.
Lento de prisa, una canción necesaria
De lo necesario dice
al Real Academia de la Lengua dice “que es menester indispensablemente o hace
falta para un fin”. Se define también como “aquello que debe ocurrir, hacerse,
existir o tenerse para la existencia, la actividad o el correcto estado o
funcionamiento de alguien o algo”. De los que la han escuchado, hay quienes
aseguran que ‘Lento deprisa’ es una canción necesaria para hidratar el alma en
medio del convulsionado mundo de la intolerancia, el egoísmo y el desapego por
las tradiciones, el territorio.
¿Qué era lo que tenía kaleth Morales que lo hizo convertirse en un referente?
Irrumpió en el
universo musical con un estilo distinto, colonizó con su fraseo, sus versos, su
ritmo y su puesta en escena a toda una generación que pronto lo entronizó como
su ídolo; logró entrar por la puerta grande a espacios antes vedados para el
vallenato, pasó a la historia con el título de rey, inigualable, único, inmortal...
¿Qué era lo que tenía Kaleth Morales que lo hizo convertirse en un referente?
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