A la bendita madre que me parió


Suele sentarse bajo el atardecer y quedarse ahí, sin un derrotero específico, escrutando el ocaso con la natural mesura de su mirada. “Son tan cambiantes las puestas de sol”, se le escucha musitar en ocasiones, cuando el día se va despidiendo por el occidente como acuarelas mutantes.
Verla vivir sus tardes es asistir a una ceremonia gestual de ceños fruncidos y sonrisas inexplicables, de manos que se expresan en un monólogo sin palabras y sin audiencias; un momento individual que la sugiere en viajes regresivos hacia otros tiempos de ella misma, tañendo un racimo de recuerdos que se manifiestan en sus facciones y músculos, ilógicamente firmes para su realidad octogenaria.

Ella es una mujer de tareas ya cumplidas, que desempeñó con creces la faena de parir y criar a sus hijos, de ser una madre bienhechora, de esas que se niegan a ellas mismas para que sus hijos puedan ser, literalmente.
Tuvo su primer parto cuando estaba en la lozanía de sus dieciocho. Fue una experiencia inédita ver cómo se transformada su cuerpo, cómo enloquecían sus hormonas, cómo se abultaba su barriga. La agarró el alumbramiento con una inexperiencia tal, que ni ella ni la partera pudieron evitar la muerte de su primogénito en el proceso; de modo que salió del cuarto de los nacimientos convertida en una madre sin hijo. “Lloré mucho cuando lo llevaron a enterrar. Una madre desde que empieza el embarazo empieza a querer a su bebé, afirma Miriam.

El de su vida fue por mucho tiempo un camino empedrado con largos tramos de espinas, con flores al final que la amamantaban con su aroma para sustentar el sucesivo de sus días e infundirle fuerzas, esperanza y decisión.
Ella misma fue el resultado del encuentro furtivo de un par de jóvenes a los que vencieron las hormonas en una noche de lluvia en el Chocó. En aquel pueblo ribereño era natural que si la muchacha estaba embarazada tuviera un marido público; tal vez esa responsabilidad, tal vez la inexperiencia, tal vez lo subrepticio de aquella noche, tal vez su conveniente libre albedrío, empujaron al joven a huir y dejar a la embarazada sola y atenuando los rumores y señalamientos de su comunidad con esa alegría rara que a ratos le daba pataditas en el vientre. Y nació ella: Miriam.

“Conocí a mi papá cuando ya tenía como once años, un día que estaba en casa de mi abuela. Yo permanecía un tiempo con ella y otro tiempo donde mi mamá que ya tenía su marido. Ese día yo vi que en el otro lado del río venía un señor que nunca antes había visto por ahí; cuando estuvo más cerca, mi abuela me dijo: Mira, ese es tu papá. Yo me alegré y salí corriendo hacia él, para abrazarlo, pero él sólo me miró y me dijo ¿qué hubo? Y siguió su camino”.

En esa temprana edad, Miriam empezó a formar el concepto que fortaleció durante su vida, sobre lo que significa ser madre y ser padre. “Una madre lo da todo por su hijo. Eso nace con el embarazo. Con los padres es distinto”. Por eso, un par de años después, cuando regresó aquel hombre que conoció como su papa, pretendiendo ejercer su paternidad, su madre y su abuela se enfrentaron a él como lobas que protegen a sus crías. “Mi abuela nunca lo perdonó. Pelearon y se fueron a la tumba enojados”.

Una imagen posterior muestra Miriam protagonizando una mudanza a otro lugar, más adentro de la espesura chocoana; iba con su madre y un padrastro al que se había unido su progenitora, tras la muerte de su primer marido que sí había sido como un  papá para ella. Su abuela también había muerto; de modo que mientras la canoa del viaje avanzaba río arriba, las aguas iban arrastrando en dirección contraria las lágrimas de los duelos por los muertos y las despedidas que se expresaban rodando sobre las mejillas infantiles.

No fueron gratos los días en la vida nueva. Fue necesario desafiar las fuerzas para trabajar más de lo pensado y salir a flote. “Empezar de nuevo nunca es fácil”, es uno de tantos aprendizajes que ese tramo de su vida le regaló a esta mujer, que debió aprender junto con su madre nuevas formas para extraer oro de las playas y ríos. La textura del mineral era distinto, por lo tanto requería otras técnicas para obtenerlo, siendo que era la fuente de la economía en el Chocó.

En ese tiempo había una señora buena que pidió le dieran a Miriam para que le hiciera compañía para llenar el vacío dejado por sus hijos ya grandes y ausentes. “Fue como una madre conmigo; me enseñó muchas cosas, me llevaba a donde ella fuera”. Concluyó entonces que “madre no es necesariamente la que pare sino la que cuida y se esmera por el bienestar de esa criatura” y que “uno puede tener varias madres”.

El paso de los años fue develando a una joven hermosa, de estatura media, de facciones delicadas, ojos grandes y negros como la jagua que acompañaba el oro en las prácticas mineras de los artesanos el pueblo. Había allí un muchacho, agricultor brioso, alto, fornido, de tan hermoso parecer que cuando pasaba dejaba tras de sí una estela de suspiros de féminas de todas las edades. Se enamoró de él con locura, pero tenía en contra el concepto de Inés, su madre, que se oponía con todas sus posibilidades a que su hija cayera en manos de aquel ‘donjuán’. Pero poco o nada puede hacerse para detener la fuerza del amor desbocado.

Fueron novios a escondidas. “A mamá no le gustaba que él llegara a la casa, entonces una noche me escapé con él”. Una inexperta mujer de hogar, en casa de la familia de su marido, poco querida por su suegra, mujer de un hombre que la alternaba con otras mujeres… Una realidad absurda para incursionar en el mundo de la vida marital, pero fue así.
En ese contexto llegó aquel primer parto que la llevó -de entrada-  a esa condición sin nombre de las madres cuando pierden a sus hijos, esa orfandad extrema que a ellas les produce la ausencia de esa vida que les creció dentro, que nunca logra ser reemplazada, así paran ‘mil’ hijos más.   

Pronto se embarazó de nuevo, pero a los pocos meses de gestación, su marido se fue a la cama con una menor de edad y las familias de ella y de él lo amenazaron para que se casara, de modo que mientras ella paría a su hija, él estaba en la capilla del pueblo prometiéndole a otra mujer amarla y respetarla “en la riqueza, en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte nos separe”.
“Nos separamos porque yo, después de ser la primera no iba a quedar de segunda”. Se portó pésimo conmigo. Se quedó con la casa y con todas las cosas que habíamos comprado juntos. Después de casado me hacía propuesta que nos voláramos porque a la que quería era a mí”.

La etapa que vivió con su hija recién nacida refrendó en Miriam el concepto de que “una madre saca fuerzas de donde no tiene cuando de criar a sus hijos se trata”. Se fue con su pequeña a una veja construcción abandonada y, violando la dieta de los cuarenta días de reposo para las parturientas, se iba a trabajar en minería, llevando consigo a su criatura. “Yo pasaba la vida muy difícil”.

La redención llegó con el amor de un forastero alto y trabajador, muchos años mayor que ella, que le ofreció ser su compañero de vida, acompañarla en todos esos momentos que citan los sacerdotes en las liturgias de casamiento, aunque ellos no hubieran ido a una iglesia. Con él consolidó un hogar, hizo un capital de vida y parió más hijos; seis en total. “Él me quería mucho a mi primera hija”, dice Miriam, mientras reflexiona: “El amor y cuidado que son propios de las madres puede llegar también por parte de un padre, así no sea él quien engendró al hijo”.

La pareja, Miriam y Tiliano, debieron encontrar sus propios mecanismos para sobrevivir, construir rutas nuevas de surgimiento cuando les eran cerradas las puertas del progreso; debieron soportar con estoicismo el peso de los maleficios mandados por personas dañinas que no podían soportar que se amaran y tuvieran una familia sólida.

Lo fundamental en esos tiempos y lugares era tener cómo alimentar a los hijos, por eso Miriam trabajada al ritmo de su marido, desde el día cuarenta del parto hasta el día del nuevo alumbramiento. “Un día estuve trabajando hasta tarde; llegué a la casa casi de noche, cené, me acosté y al momentico me agarraron los dolores. Esa misma noche parí”, cuenta hoy como una hazaña natural, y relata las odiseas para darles a sus hijos algo que sus padres no pudieron darles a ellos: Estudio.

Por eso, por darles estudio, atravesó trochas agrestes, brotó en ella una fuerza que resultaba inesperada, cuando había expresado tanta pujanza en su vida que no se creía que pudiera llegar a ser más fuerte; llegó incluso a viajar a las grandes ciudades en busca de nuevas oportunidades de ingreso para pagar el estudio de sus hijos, pero no soportó la lejanía y no pudo irse más. Se prometió que “si me toca comer tierra con mis hijos aquí, pues como tierra, pero yo a mis hijos no los vuelvo a dejar solos” y “me clavé a la tierra como la lombriz; las seis de la mañana me llevaban y las siete u ocho de la noche me traían”. 

Cumplió su promesa hasta que los muchachos fueron creciendo, cumpliendo los ciclos de salida de la casa para hacer sus vidas en ‘la ciudad’, mientras ella padecía cada despedida como un hueco en el pecho, que sólo era llenado con los regresos cíclicos de los hijos en las navidades.

Ahora son otros tiempos. Sus hijos conocen su historia, valoran la fuerza de su madre, su heroína resiliente, su ejemplo de amor puro, el tesoro que tienen para cuidar y honrar.
Ella ha mudado sus tardes a un pueblo del Caribe, aunque regresa esporádicamente a respirar los aires de su infancia. Todas las mañanas y noches se asegura de que sus hijos estén bien; esa es su paz. “Las madres nunca dejan de ser madres. Así sus hijos estén donde estén”.

Las madres son así. Me gusta verla ahí sentada bajo el atardecer porque sé que está bien, que su bienestar y su paz son ahora mi responsabilidad, la cual asumo con un amor tan grande como el que ella me ha enseñado a sentir.

Mi mamá es así.
¡Gracias ma!

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