La estampa rubia y
forastera en medio de las montañas de la Sierra Nevada no pasa inadvertida. Y
si abre su boca y deja escuchar su castellano fluido, matizado con
expresiones tan castizas
como “pegarse unos chirrinchazos”,
“estar encoñao” y “arreglar las vainas a las trompadas”
llama aún más la atención.
Habita en un extremo de
Pueblo Bello, Cesar, en una casa sin lujos, ya que éstos no hacen parte de sus
prioridades para vivir. Él prefiere una existencia en calma, levantarse todas
las mañanas y ver que en frente suyo permanecen los cerros que tantas veces
recorrió en su juventud.
Es un alemán que no
conoce a Alemania, al que no le caen bien los Nazis, aunque un tío suyo fue uno
de ellos. “Algunos alemanes son unos desgraciados”, opina.
“No me interesa conocer
a Alemania”, dice, sentado en un sillón de la sala de su infancia, convertido
hace ya varias tardes en un escenario de recuerdos, donde relató detalles de la
leyenda que es su vida, de por qué un hombre que se llama Hans Joachim Naeder
Hadameck puede decir sin mentir: “Soy colombiano, nací hace 88 años en
Barranquilla, me bautizaron en Villanueva y he vivido desde niño en Pueblo Bello”.
Era el final de la
primera Guerra Mundial. Decenas de alemanes emigraron de su país huyendo a la
barbarie que tocó todos los rincones germanos, incluso la región de Bavaria,
patria chica de Otto Naeder, (padre de Hans), quien tomó a su familia y
emprendió una peregrinación que terminó en Pueblo Bello en el año 1920.
Era una región
agreste, entonces los
Naeder se fueron
a Barranquilla, donde nació Hans, de
alemanes puros, que
comenzaron una nueva vida en
Colombia. Otto se vinculó a importantes compañías y la familia se adaptó a las
costumbres costeñas, sembrando en los hijos la tradición de hacer salchichón,
vino, paté, jamón de cerdo y otros manjares propios de su país, mezclados con
guineo, yuca y plátano serrano. “Ahora extraño esas comidas”, evoca Hans.
Fueron muchachos
diferentes a sus paisanos: Altos, con marcadas ondulaciones rubias y ojos
azules, atractivos para las chicas y rechazados por los jovencitos a los que
los les quitaban las novias. “La realización no fue completa debido a que el
Gobierno colombiano le impidió pasar de tercero de primaria “porque decían que
todos los alemanes que llegaban al país eran Nazis”, dijo.
“Esta casita la
construyó mi padre, una casita de bahareque”. Cuando las usanzas
barranquilleras estaban metidas en las entrañas de los alemanes, estalló de
segunda guerra mundial (1939) y los extranjeros tuvieron que alejarse de las
costas, por orden del Gobierno, porque Colombia se había unido a Estados Unidos
en contra de Alemania y se decía entonces que los de ese país que estaban en
éste, eran espías.
“Trajeron a seis
u ocho policías
para que cuidaran a ocho familias
en Pueblo Bello. Nos encarcelaron aquí”, relata.
Los tiempos de tormenta
menguaron y los alemanes se volvieron parte del entorno. “Mi padre era un
hombre muy viajero; estuvo en África y contrajo una enfermedad contagiosa. Fue
sepultado en el cementerio de Pueblo Bello, pero la tumba no sé dónde está;
creo que hicieron otra encima”. Tantos recuerdos del pasado lo ponen
nostálgico.
Tiene un álbum de fotografías
que. dan testimonio de sus travesías juveniles de varios días por las montañas
de la Sierra Nevada, como guía turístico de otros foráneos que llegaban a esa
región del país; a ellos les enseñó cada cerro, los llevó a las kankuruas
indígenas y les dio a comer animales de monte cazados por él mismo.
Fueron “tiempos de
refrigerio‟ porque podía hablar su lengua con
los alemanes que venían
de paseo. La gente, aunque no les entendía ni media palabra, se quedaba embelesada
mirándolos como si se tratara de un espectáculo.
Desde los 20 años se
dedicó a los trabajos del campo y se convirtió en el labriego de ojos azules
que además sabía el arte de la reparación de motores de carros, trapiches y
electrodomésticos. También reparaba las escopetas de los cazadores.
Si algo amañaba a Hans
era la tranquilidad que podía disfrutar. Se consiguió una compañera guajira y
tuvo descendencia, cuya fisionomía da cuenta de una mixtura racial.
Con el surgimiento de
los cultivos ilícitos, volvieron las épocas terribles, según Hans, a quien sus
padres le habían inculcado el amor por la naturaleza; por eso sufre cada vez
que ve los bosques talados y el medio ambiente más desprotegido que antes. Por
cuestiones del conflicto armado, no pudo volver a reparar las escopetas de los
cazadores, pero “hay que seguir viviendo”.
Hans es el último
alemán que queda en la Sierra Nevada y allá permanecerá, según lo afirma, a no
ser que un día decida cumplir su sueño de montarse en una motocicleta y
conducirla hasta llegar a las selvas amazónicas. “Ya estoy muy viejo para eso”,
dice pensativo, sin descartar del todo la idea”.
Su primera esposa murió
hace cinco años y sus hijos están organizados en sus hogares propios. “Ahora
vivo con una pelaita (Ella tiene unos 40 años); yo la conocí recién nacida,
ahora ella me tiene pechichón”. Se sonríe y frente a su compañera cuenta
detalles de aquella noche en la que ella le aceptó ‘el cuadre’:
ella andana con una hija mía
y yo la veía
que era una mujer sola; entonces nos pegamos unos chirrinchazos y después nos
sentamos en un pretil… ahí nació el amor”.
Con ella vive en el
barrio ‘La Invasión’, en un extremo del
pueblo, desde donde todas las mañanas observa de lejos los picos que
recorrió en su época de muchacho,
cuando había
más nieve y más cuencas
hidrográficas; allá donde alguna vez tuvo un encuentro romántico con una india
a la que le hizo un hijo que hoy no existe.
Esa es la vida de Hans
Naeder, uno de los más de once mil 800 alemanes que hoy habitan en el país; la
mayor parte de ellos, descendientes de los inmigrantes que salieron de su país
huyéndole a las guerras y que se ganaron un espacio propio no sólo en lo
geográfico, sino en el corazón y gratitud de los colombianos.
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