Al desembarcar de la
nave en la que hizo la travesía marítima, Chiche Brito se encontró de frente
con una construcción en medio del bosque tropical del océano pacífico, donde
estaba la vivienda en la que permanecería los siguientes años de su vida.
En cuanto pisó tierra
firme, dejó de ser José Agustín Brito Cabana para convertirse en el preso 749,
número con el que estaban marcados los pocos elementos que a partir de ese
momento podía usar: un rústico camarote, sin colchón ni almohadas, de madera
ofrendada por el bosque de la isla, y un guardador en el que acomodó las pocas
pertenencias con las que llegó a su nuevo destino, donde no conocía a nadie,
pero por las referencias que tenía del lugar, sabía que era un sitio maldito
que alojaba a los criminales más temibles de Colombia, a los que internaban en
los oscuros calabozos para hacerlos pagar – a un precio muy alto – los delitos
cometidos.
Llegó a la isla muy
joven, no recuerda el año exacto, tal vez porque lo vivido en su juventud son
páginas que muchas veces ha intentado arrancar del libro de su vida, pero ante
su imposibilidad para hacerlo ha optado por no leerlas.
Había dejado atrás un
millón 142 mil kilómetros cuadrados de tierra firme que le habían alcanzado
para vivir, pero también para matar a un hombre – aunque le cobraron tres - y
esconderse de las autoridades por cuatro años. Allá, exiliado en un espacio de
sólo ocho kilómetros de largo por dos y medio de ancho, en el que debía
compartir con otros condenados que al igual que él “no eran cosita de comer”,
su vida pasó frente a sus ojos y quiso desandar los pasos andados para no
llegar a ese lugar, pero ya estaba ahí.
Se resignó a su nueva
condición, dejando atrás sus años de rebeldía en la Cárcel Judicial de
Valledupar, donde permanecía ‘con los apellidos en la cabeza’
y en varias oportunidades estuvo a punto de ‘llevarse por delante’
a reclusos y guardianes.
“Cuando entré a la
Judicial me dijo un preso: te vas quitando ese pantalón y esa camisa que ya los
tengo vendidos, y cuando me vi en mocho, como un gamín, dije me devuelven mi ropa o aquí hay un
muerto”. Así se desencadenó un comportamiento agresivo que, después de que
mucha sangre había rodado, le significó a Brito el respeto y el traslado a la
Gorgona.
Su mal carácter
desembocó en una extremada desconfianza dentro del penal y, por supuesto, en
una vigilancia redoblada hacia él; eso lo aburrió debido a que no podía
conciliar el sueño “porque a cada ratico me vivían foquiando (alumbrando) y en
el día tampoco podía pegar el ojo porque en la cárcel no se puede dormir uno porque lo
apuñalan”. Un día, hastiado, le dijo al director: “Vea, trasládeme a cualquier
parte, así sea pa’ la Gorgona porque si
me deja aquí voy a salir matándole a uno”.
La petición fue
concedida y más pronto de lo que se imaginaba le dijeron: “Empaca tus cosas que
te vas remitido para la Gorgona”. “Allá había mucha gente y ninguno sabía cómo
se llamaba el otro porque usted llegaba con su nombre, pero allá no lo oía más
nunca; los mismos compañeros tenían que preguntar ¿cómo te llamas tú?”, contó.
Muchos años después,
sentado en el patio de su casa, ubicada frente a la plaza principal de Badillo
(Valledupar), Chiche Brito concluyó: “Yo salí libre por el finado Lara Bonilla,
porque si no higuera sido por él, todavía estuviera allá metido”; lo expresó
aún sin pensar que la prisión fue clausurada hace más de tres décadas.
En su viaje al pasado,
recordó cuando el entonces ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla visitó el
penal para hacerles conocer sus derechos a los que por una u otra razón estaban
pagando sus pecados en la inhóspita selva y todos se volcaron al patio a
escuchar al Ministro; todos, menos él, que se quedó sentado en una esquina del
patio, lo cual al parecer molestó al alto funcionario, que pronto fue informado
de lo pasivo, inteligente y voluntarioso que era Chiche Brito.
Esa tarde, el recluso
749 fue llamado a la dirección donde escuchó como llamaron en tres
oportunidades a Brito Cabana José Agustín, pero hacía tanto que no escuchaba
ese nombre que no respondió porque no recordaba que ese era él; solo cuando
pronunciaron su número dijo: ¡Firme!
Tuvieron una
conversación en la que el preso desnudó su alma ante el libre, quien le
prometió sacarlo de ahí, debido a su buen comportamiento y a que estaba a punto
de cumplir su pena, dato que también había olvidado Chiche Brito.
“La cárcel es muy mala
para el que no tiene quien lo visite, como a mí que no me visitaba nadie”. En
diez años de reclusión en la isla prisión Gorgona, solo recibió una visita de
un sacerdote joven de apellido Ariño, que lo fue a ver un día porque se enteró
que ambos eran oriundos de La Guajira.
Luego del encuentro con
el ministro, el preso 749 alimentó las esperanzas de salir de ese lugar y las
nutrió con una visita posterior de la esposa del funcionario, quien llegó a
buscarlo acompañada de sus tres pequeños hijos y Chiche Brito, sin saber aún
quién era esa familia, la custodió para que se bañara en el mar.
La última vez que vio a
Lara Bonilla fue pocos días antes que fuera asesinado. “Él me dio la dirección
y le teléfono de su casa y le dijo a la esposa: Si a mí me llega a pasar algo,
lo ayudas y a mí me dijo que la buscara a ella… Me gustaría tener cómo traerla
a pasear a Badillo… A los diez días de su último encuentro, un ‘cholo’
(indígena) que ejercía
como gurú en la prisión, le anunció la muerte de un
funcionario del Gobierno, al que había visto en una nube bañado en sangre; esa
tarde se enteró que quien consideraba su nuevo amigo había sido asesinado en
Bogotá y sintió que también sus esperanzas de salir libre habían fallecido.
Pasó la noche en la
playa con una botella de chicha, esperando que el difunto se le apareciera,
pero no lo hizo. No obstante, la boleta de libertad le llegó diez días después
de la muerte del Ministro, gracias a la gestión que antes de morir éste había
hecho por el preso 749.
Podría decirse que el
cambio de prisión le significó a Chiche Brito una metamorfosis que le mudó su
carácter de lobo feroz en una oveja mansa y amigable, que tan pronto llegó a la
isla se ganó la indulgencia de los ‘mandamás’.
Al quedarse quieto en medio de tan hermoso paisaje, pensaba en las paradojas de
tener un destino tan lúgubre y desagradable en un lugar tan bello. Estaba
rodeado de verde, serpientes, muchos animales extraños. Pero también había más
de mil condenados que permanecían divididos en tres patios diseñados por
estratos: Para los más peligrosos, los de comportamiento regular y los dóciles,
grupo este último en el que entraba él.
Había corredores de
tres metros de altura, 150 agentes de policía que llegaron a la isla también a
manera de castigo y se dividían en turnos y posiciones estratégicas para
controlar a los presos a punta de bolillo y mirada de malos.
En ese lugar, el preso
749 fue testigo de la degradación que puede cometer el hombre con el hombre, de
mucho odio, vio a varios de sus colegas homicidas ser sometidos a castigos tan
drásticos que hoy, más de 30 años después de haber salido de ese lugar, aún su
piel se eriza al recordarlos.
‘El botellón’
era una columna hueca de 70 centímetros de diámetro por 2.3 metros de
altura en la que metían a quienes no se adaptaban al sistema, lesionando en lo
más profundo su dignidad humana; permanecían semanas en ese hueco, donde debían
comer y hacer sus necesidades. En la ‘curruca’, los
presos permanecían acurrucados por largas horas, y el ‘plantón’,
que consistía
en permanecer muchas horas de pie con la mirada fija en el sol, eran algunas formas
de castigo en la prisión y que muchas veces hacían a los internos preferir la
muerte a ese infierno.
Uno de los tantos que
por ahí pasaron dejó escrito con piedra en una de las paredes del penal su
pensamiento: “Maldito este lugar... maldito sea; aquí sólo se respira la
tristeza, aquí se bebe el cáliz más amargo que nos brinda el dolor y la
pobreza”.
El encierro y la falta
de mujeres también desembocó en aberraciones zoofílicas con cerdos y prácticas
homosexuales en un cincuenta por ciento de la población carcelaria. “Allá nadie
se metió conmigo, solo un homosexual que me dijo que si yo no dormía con él me
apuñalaba y yo le dije te va a tocar
apuñalarme”, recordó
Chiche Brito, quien se comportaba bien y recibía el ‘beneficio’
de salir a trabajar 15 horas bajo el sol canicular, recogiendo cocos, talando
árboles para leña y cazando animales exóticos que terminaban en las ollas
gigantes de la Gorgona.
En su tarde de
recuerdos en el patio de su casa en Badillo, tuvo espacio para contar con orgullo
que uno de los muros de piedra que aún permanecen en las reliquias de la cárcel
de Gorgona fue levantado por él. Durante cuatro meses se ocupó de acomodar
piedra sobre piedra, con la ayuda de muchas personas. Sus horas de trabajo eran
pagados a 1.5 pesos el mes, “pero a veces el Gobierno demoraba hasta cuatro
años para pagar”.
Su regreso a Badillo,
después de tantas experiencias, hizo que se convirtiera en el ‘hombre mito’
del pueblo, donde a puertas cerradas algunos cuentan cuentos fantásticos de él:
Que tiene secretos de magia negra que le permiten hacerse invisible y que los
niños le temen; de eso él se ríe y dice: “Ojalá hubiera tenido un secreto pa’
no haberme dejado encontrar nunca”.
Anda descalzo y muy
esporádicamente calza las únicas viejas botas número 42 que tiene. “No me gusta
andar con zapatos porque como estamos en guerra no se sabe a qué horas le toque
a uno salir corriendo, si le dejen ponerse los zapatos o le toque salí así”.
Hoy es un hombre de
unos setenta años que vive con uno de sus 12 hermanos en la vieja casona que
les quedó como herencia materna; viviendo allí, se enamoró y tuvo cuatro hijos.
Pasa los días arriando ganado en las fincas de Badillo, a pie limpio,
acompañado de sus tres perros y con ganas de olvidarse de su juventud. “No me
quisiera acordar de eso nunca. Fue una experiencia muy amarga porque ese día yo
no tenía intenciones de pelear”.
La
prisión
La isla Gorgona,
ubicada en el mar pacífico, al noroccidente de Colombia, fue inaugurada como
prisión el ocho de octubre de 1960, bajo la presidencia de Alberto Lleras
Camargo, imitando la Isla del Diablo en la Guyana francesa, Alcatraz en Estados
Unidos y Santa Helena en Italia. Como consecuencia del aislamiento al que
estaban sometidos los internos, las islas prisión de todo el mundo fueron
abolidas. La cárcel Gorgona fue clausurada el 25 de junio de 1984, bajo el
gobierno de Belisario Betancur; 8.767 días o 210 mil 408 horas después que
ingresó el primer pelotón de 24 reos que no tuvieron ni un momento de paz. Actualmente,
la vieja construcción de la prisión, incluyendo el muro de Chiche Brito, son
sitios visitados por turistas que recorren los pasos de los internos y aún se
estremecen de horror. Al salir los presos, la naturaleza emprendió una lucha
por recuperar lo que por 24 años le quitaron, producto de la deforestación,
explotación indiscriminada de los recursos naturales.
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