Rodrigo abre los ojos
y se sienta en su lecho. A tientas, calza las chanclas que ha dejado a los pies
de la cama; iluminado por la lámpara de la esquina, cruza la cocina y sale al
patio trasero de la vivienda, donde entra en un cuartico sin techo, con pareces
de tablas y un tanque lleno de agua. Suelta despacio el agua con una vasija
plástica y la siente deslizarse desde su cabeza y recorrerle el cuerpo, mientras
desde patios lejanos le llegan cantos de gallos y mugidos de la noche que se va.
Es increíble la frescura que se siente a esa hora en Chimichagua, comparada con
los 38 grados, y a veces más, que por lo general soporta en sus faenas de
pesca. De regreso al cuarto, pasa de nuevo por la cocina y un olor a café
recién colado se le mete por la nariz y lo invade por dentro; se detiene un
momento, cierra los ojos, inhala con fuerza y retiene por unos segundos el aire
aromático en sus pulmones; es como si quisiera consumir el café sin beberlo.
“¿Cómo durmió
negra?”, le pregunta a Diana, la mujer que lo ha acompañado durante doce años y
ha parido, de parto natural, sus dos hijos. “Bien mijo”, responde ella,
extendiéndole una taza de café, que él recibe y sigue hacia el cuarto, donde
hay una muda de ropa sobre la cama. “¿Qué le pasaba anoche mijo? Lo sentó
levantarse varias veces”, pregunta Diana desde la cocina. El hombre guarda
silencio. Se viste con rapidez y regresa con su mujer, que ya le tiene servido
el desayuno: bollo limpio con queso y más café. “Nada negra. Es que de pronto
se me fue el sueño otra vez”. Desayuna despacio mirando en silencio a Diana que
se ha sentado a acompañarlo, como todos los días. “¿Está desganado mijo?”,
insiste ella. Rodrigo inhala y esta vez exhala con fuerza el aire. “No se
preocupe negra. Dios proveerá”. Le da un beso en la frente y sale en silencio,
llevando con él el ‘equipaje de pesca’ que deja listo todos los días a un lado
de la puerta.
La luz del día aun no
acaba de asomarse. Llega a la orilla de la ciénaga de Zapatosa, donde ya lo
espera un compañero de faena. Suben a una canoa y navegan ciénaga adentro, al
mismo ritmo de la mañana que se va haciendo plena.
En casa, Diana no
deja de preguntarse qué le pasa a su esposo. Le preocupa su estado depresivo y
supone que tiene que ver con la situación de la pesca. Sabe que el pescado se
está acabando y cada vez es más difícil para Rodrigo y para las cerca de siete
mil familias de pescadores, diseminadas por los municipios de Chimichagua,
Chiriguaná, Curumaní y Tamalameque, en el Cesar, así como El Banco, en
Magdalena, que dependen económicamente de este cuerpo de agua. Pensando en eso
prepara a sus hijos, los envía a la escuela y se queda en casa, ocupada en los
quehaceres cotidianos y preocupada por la situación económica de los suyos.
Pasado el mediodía,
regresa Rodrigo. Trae sus herramientas de pesca y el dinero, no mucho, que le
han pagado por las mojarras que capturó con su compañero, las cuales vendieron
a compradores que esperan la producción en la orilla. Su mujer le hace bromas y
logra sacarle la primera sonrisa del día. Se sientan a almorzar juntos arroz,
con pollo guisado, plátano amarillo y limonada de panela. De pronto, Rodrigo
suelta el tenedor y se queda en suspenso mirando a su esposa, ante la mirada de
alarma de ésta. “¿Se acuerda, negra, de cuando cogíamos bastante pescado, que
usted y las mujeres nos esperaban allá en la orilla? Todo ese pescado que
agarrábamos, bocachicos grandísimos…”. Hace otra pausa, mira el pollo en el
plato y evoca: “Me acuerdo que usted me esperaba pa’ fritar el pescado del
almuerzo”. Es una sensación de preocupación, tristeza y nostalgia de la que el
pescador no logra liberarse. Descansa una hora, toma otro baño rápido y, justo
cuando los niños llegan de la escuela, él sale de nuevo a ejercer la
carpintería, sin ser carpintero, entendiendo que es la única manera de
completar los recursos que le deja la pesca y tener el sustento diario de su
familia. “Vaya con Dios mijo”, lo despide Diana.
La cotidianidad de
Rodrigo es el reflejo general de los pescadores de la Ciénaga de Zapatosa, que
con el paso de los años han sido testigos del deterioro de esta complejo
cenagoso, que se ha afectado directamente la economía de las familias.
Alfonso López,
pescador, chimichagüero, líder de una asociación de pescadores, lamenta
profundamente las transformaciones que han tenido lugar en su entorno, en las
tradiciones, en la cultura, al tiempo que evoca tiempos mejores: “Uno contaba
con un producto de clasificación bueno, abundante; no se mataba tanto el
pescador con la intención de sacar lo máximo, sino que había suficiente en la
ciénaga. Las familias salíamos y traíamos dos, tres arrobas de pescado, ya
fuera bocachico, blanquillo, pacora u otras especies y con eso nos
manteníamos”. Era la pesca una actividad sostenible, según lo recuerda, “porque
no había sistema de congelamiento, con cavas y grandes congeladores; ahora la
captura se hace masiva, hay personas que pueden capturar 20 y hasta 40 arrobas
y eso va directo a los furgones donde los congelan”.
Es una involución, producto
de los muchos ‘espantos que le han salido al paso’ a la cultura de la pesca.
Entre ellos se cuentan graves afectaciones ambientales, como la sedimentación
de la ciénaga, la contaminación de las aguas y el uso inapropiado que en los
tiempos de sequía hacen algunos ganaderos de los playones, soltando el ganado
que pisotea y se come los huevos de los peces que buscan estas áreas de retiro
de la ciénaga para desovar, de modo que no es posible que la recarga genética
tenga lugar. La introducción de nuevas
técnicas de pesca han resultado devastadores “Los métodos de pesca alcanzan
dimensiones desproporcionadas, ha ocasionado la desaparición de algunas
especies en la ciénaga, métodos como el chinchorro, la chincorra, el zangarreo,
el cuerdita y el sistema trasmallo, cuyas dimensiones han sobrepasado dos y
tres km de longitud, son muy nocivos para la ciénaga y lo que es el sustento y
sobrevivencia de las familias pesqueras”, precisa Alfonso López. Con estos
métodos, los pescadores atrapan peces muy pequeños, por debajo de la talla
mínima, de modo que tampoco alcanzan a cumplir su ciclo natural de
reproducción. Y a todo esto se suma, la presencia de personas a las que
denominan en la zona ‘acaparadores’, que les ofrecen créditos con altos
intereses a los pescadores para que puedan contar con insumos o herramientas,
comprometiendo el producto; es decir, el pescado que capturen, deben
vendérselos a ellos, que los pagan a precios muy bajos. “Hay dificultades. Es
un problema serio porque esos revendedores ya se van a la mitad de la ciénaga y
allá mismo les compran el producto. Los pescadores ya prácticamente están
‘entrampados’ o empeñados con estos revendedores y difícilmente entrarían a
competir en precio acá porque están bastante sumido a esos préstamos de
pagadiario”, confirma Carlos Cadena, concejal del municipio de Chimichagua y
sugiere, como una posible salida a la difícil situación, “comenzar con las
políticas públicas, meterle gobierno a la ciénaga, hacerle control para poderla
recuperar porque de lo contrario vamos a seguir con todas estas dificultades”.
Esta realidad ha
ocasionado que muchas familias de tradición pesquera hayan tenido que abandonar
su arte y dedicarse a otras actividades lejanas a su cultura, pero que les
representan algún tipo de ingreso. “Se han ido construcción, carpintería,
mototaxismo en las grandes ciudades, vendiendo jugos...”, cuenta Alfonso López.
Al conocer las
dimensiones de la devastación, las consecuencias económicas, sociales,
ambientales y culturales que han traído a una tradición milenaria como la
pesca, y las lejanas esperanzas de una solución radical, se entiende porqué
Rodrigo tiene decaído el semblante, porqué el sueño se le va por las noches,
porqué su risa se ha ido, como lo han hecho los buenos tiempos de su pueblo.
María
Ruth Mosquera
@Sherowiya
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