Muchas musas, pocos amores



“Dónde hallaré la muchachita linda
que se decida quererme a mi
quiero vivir de nuevo en La Guajira
lo más contento, lo más feliz…
Si es necesario voy al Surimena
me acerco a Roche, a Manantial
llego a Hatonuevo me subo a la sierra
hasta Angostura  voy a llegar
creo que Las Pavas con su clima frío
me tiene reservada una linda mujer
tiene Barrancas un bello caserío
donde viven mujeres que se puede ver.
Si por allá no consigo
en la tierra ‘e Lagunita
me voy a Campo Florido
a San Pedro y Saraita”

La búsqueda de Leandro Díaz terminó en San Diego, a mitad del siglo pasado, cuando él pasaba de sus 25 años y había protagonizado profusos episodios de amores no correspondidos y lamentos cantados.
No fue una barranquera, una de Papayal, una hatonuevera o una Oreganal; no. Tampoco fue Matildelina, Josefa Guerra, Raquelina, Cecilia, ni mucho menos una ‘Gordita’.

El tratadista del alma



“Yo hice una frase que conmovió a la humanidad ‘Cuando Matilde Camina hasta sonríe al sabana’ y muchos creyeron que era verdad, que la sabana sonreía y se fueron hasta allá para ver. Cada vez que yo iba encontraba un carro parqueado allá, visitando a Matilde”:
Leandro Díaz.


Que los poetas contemporáneos se desborden en adjetivos hacia Leandro Díaz no es producto de galantería sino la exteriorización de la gratitud que guardan en sus seres conscientes, debido a la grande influencia que de él hay en ellos, por haber sido un referente en el que todos se apoyaron para robustecer sus creaciones líricas.
“Es el genio más grande que tiene el vallenato”, dice Sergio Moya Molina, mientras Beto Murgas lo secunda expresando: “Como dijo alguien una vez, él es el Homero del vallenato”. Seguidamente Julio Oñate Martínez acota “para mí es uno de los casos muy específicos del vallenato, el compositor que antes de cantar, piensa”. Rosendo Romero toma la palabra para decir que “Leandro Díaz es el mejor tratadista del alma en la composición vallenata”.

Un juglar en primavera


"Está brisando”.
Pronunció la frase y con un suspiro profundo se recostó sobre el espaldar del sofá, mientras la brisa de abril le acariciaba sutilmente el rostro.
Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y una sonrisa casi imperceptible dibujada en el rostro, embebido en un silencio que sólo era interrumpido por la danza de las hojas de los frondosos árboles de mango que espontáneamente soltaban frutos que se golpeaban al caer al pavimento.
-Le gusta mucho la naturaleza, ¿verdad?