Aquella fue una mañana
especial, hermosa, radiante; de esas que tienen los colores de la primavera y
toda la naturaleza se esmera por lucir un brillo exclusivo, inédito. Era el día
del Solsticio de Verano. Uno de esos domingos de junio en los que la luz se
apresura a tomar dominio, a iluminarlo todo. El sol había madrugado, o tal vez –como
mi mamá- no había podido dormir, preparando mi llegada; ella con dolor, él con
ansias tal vez y yo… yo tengo que haber estado ansiosa también… así como soy
yo. El caso es que al tiempo que el sol asomaba esos colores rojizos que lo
anteceden, asomaba yo la cabeza desde las entrañas de mi mamá.
Lloré al nacer, me
contó ella después. Lloré fuerte, como ninguno de los otros seis muchachos que
había parido hasta entonces. Es que yo fui un caso distinto. Conmigo les
fallaron por primera vez los augurios a mamá y a las comadronas del pueblo, que
hubieran apostado esta vida y la otra a que sería varón. “Esa barriga da varón”,
aseguraban con la certeza que les daba la posición al lado derecho de la criatura,
por las pataditas que dio antes de lo normal, por la forma redonda del vientre…
¡Es una mujer, dijo la partera!
Y así he sido. Distinta.
Más soñadora que todos los hijos de mamá juntos. Viviendo feliz cada momento con
lo más sencillo de la vida; encontrando lo esencial en lo que no se ve ni se
toca… Un poco poeta y un poco loca, y feliz, inmensamente feliz.
Y cada vez que se
acerca mi cumpleaños, me emociono hasta los nervios… Es que adoro celebrar que
existo; conmemorar la gracia de Dios, su decisión que darme la vida y ocuparse
él personalmente de cuidarla. Amo decirle a mi mamá que gracias por parirme,
por quererme así; proclamar bendiciones por cada ser, todos y cada uno, que he
tenido el privilegio de conocen en mis años. Adoro festejar el hermoso
acontecimiento de mi nacimiento, rendirle honores al milagro de la vida… De mi
vida.
Sí…
¡Feliz cumpleaños a mí!
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