Yo no nací una mañana cualquiera…

Aquella fue una mañana especial, hermosa, radiante; de esas que tienen los colores de la primavera y toda la naturaleza se esmera por lucir un brillo exclusivo, inédito. Era el día del Solsticio de Verano. Uno de esos domingos de junio en los que la luz se apresura a tomar dominio, a iluminarlo todo. El sol había madrugado, o tal vez –como mi mamá- no había podido dormir, preparando mi llegada; ella con dolor, él con ansias tal vez y yo… yo tengo que haber estado ansiosa también… así como soy yo. El caso es que al tiempo que el sol asomaba esos colores rojizos que lo anteceden, asomaba yo la cabeza desde las entrañas de mi mamá.

La eterna traga de Emilianito

Era un día distinto. Un sol de lluvia se había anclado desde temprano en Valledupar, llenando de esperanza a la tierra sedienta y dándole a la mañana una tonalidad de cinco de la tarde. La brisa fresca y tenue que venía de la Sierra Nevada atravesaba las ventanas abiertas de la edificación y seguía de largo, disipando apenas un poco el sopor del verano.
Emilianito llegó con prisa y sin equipaje, previo a otro viaje de los muchos que llenaban la agenda de homenajeado en una fiesta grande y determinante para la cultura de su región y orgullo de la humanidad. Había cansancio en su semblante. Bebió agua, concretó detalles para el gran acontecimiento y se disponía a marcharse, cuando alguien lo llamó con la complicidad de los sonidos de un acordeón. Escuchó en silencio y fue posible ver cómo de atenuaba el trajín de su piel, pintando en su rostro esa expresión sin nombre que adquieren las personas cuando las invade el efecto milagroso del amor, ese que sana, que sacia, que hace que todo se vea bonito.

Un ‘amor de corintios’, el de Juana Fula a Sergio Moya Molina

“Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”, dice el libro de Corintios sobre la naturaleza del amor, del verdadero amor; y reitera que “el amor nunca deja de ser”, a pesar de las tempestades, ciclones, huracanes o lo que sea que tenga que resistir.
Y esos: Sufrir, creer, esperar y soportar son verbos que se han conjugado literalmente en el sujeto Juana Fula durante más de medio siglo que ha persistido amando a Sergio Moya Molina, el hombre al que decidió unir su vida desde cuando era apenas una adolescente de quince años y todas las fibras de su ser se sacudieron ante los galanteos de ese muchacho alto y flaco le hacía sentir mariposas revoloteando su vientre, respirar un aire más liviano y ver los días más bonitos. “Yo soy samaria, pero tengo 54 años de estar aquí con Sergio. Él iba a Santa Marta y yo lo vi allá con un tío; después me vine para Valledupar a vivir con mi mamá y lo encontré a él”, recuerda.

La Herencia Africana, desde vivencias infantiles

-¿Te gusta ser negra?
-“Sí”.
-¿Por qué?
-“Me gusta ser diferente de las otras personas”.
-¿Y sientes que esa diferencia es por el color de tu piel?
-“Sí, porque en el colegio a muchos no les gusta mi color y cuando están peleando con otra persona que es de mi color, empiezan a tratarla mal, a decirle que es ‘negra berrinche’ y otras cosas desagradables”.
-¿A ti te lo han dicho ‘negra berrinche’?
“Sí”.
¿Quién?
-“Niños blancos”
-¿En esos momentos, qué te gustaría que pasara para que no te dijeran así?
-“Que se dieran cuenta que todos tenemos derechos y que no deberíamos ser discriminados”.
-¿Sientes rabia o rencor con esos niños que te han tratado mal, por tu color de piel?
-“No. Sólo quisiera que sepan que tengo los mismos derechos que ellos. Que no tienen derecho a tratar mal a las personas. Eso es todo”.
¿Sientes que eres menos importante, por ser negra?
-“Sí. Me siento menos importante porque las personas a mí como que me desprecian más. Quieren más estar junto a las personas blancas que junto a mí. No me gusta cómo me ven a veces”.

Hans, el último alemán de la Sierra

La estampa rubia y forastera en medio de las montañas de la Sierra Nevada no pasa inadvertida. Y si abre su boca y deja escuchar su castellano fluido, matizado  con  expresiones  tan  castizas  como  “pegarse  unos  chirrinchazos”, “estar encoñao y arreglar las vainas a las trompadas llama aún más la atención.
Habita en un extremo de Pueblo Bello, Cesar, en una casa sin lujos, ya que éstos no hacen parte de sus prioridades para vivir. Él prefiere una existencia en calma, levantarse todas las mañanas y ver que en frente suyo permanecen los cerros que tantas veces recorrió en su juventud.
Es un alemán que no conoce a Alemania, al que no le caen bien los Nazis, aunque un tío suyo fue uno de ellos. “Algunos alemanes son unos desgraciados”, opina.
“No me interesa conocer a Alemania”, dice, sentado en un sillón de la sala de su infancia, convertido hace ya varias tardes en un escenario de recuerdos, donde relató detalles de la leyenda que es su vida, de por qué un hombre que se llama Hans Joachim Naeder Hadameck puede decir sin mentir: “Soy colombiano, nací hace 88 años en Barranquilla, me bautizaron  en  Villanueva y he vivido desde niño en Pueblo Bello”.

Pesadillas de Gorgona

Al desembarcar de la nave en la que hizo la travesía marítima, Chiche Brito se encontró de frente con una construcción en medio del bosque tropical del océano pacífico, donde estaba la vivienda en la que permanecería los siguientes años de su vida.
En cuanto pisó tierra firme, dejó de ser José Agustín Brito Cabana para convertirse en el preso 749, número con el que estaban marcados los pocos elementos que a partir de ese momento podía usar: un rústico camarote, sin colchón ni almohadas, de madera ofrendada por el bosque de la isla, y un guardador en el que acomodó las pocas pertenencias con las que llegó a su nuevo destino, donde no conocía a nadie, pero por las referencias que tenía del lugar, sabía que era un sitio maldito que alojaba a los criminales más temibles de Colombia, a los que internaban en los oscuros calabozos para hacerlos pagar – a un precio muy alto – los delitos cometidos.
Llegó a la isla muy joven, no recuerda el año exacto, tal vez porque lo vivido en su juventud son páginas que muchas veces ha intentado arrancar del libro de su vida, pero ante su imposibilidad para hacerlo ha optado por no leerlas.
Había dejado atrás un millón 142 mil kilómetros cuadrados de tierra firme que le habían alcanzado para vivir, pero también para matar a un hombre – aunque le cobraron tres - y esconderse de las autoridades por cuatro años. Allá, exiliado en un espacio de sólo ocho kilómetros de largo por dos y medio de ancho, en el que debía compartir con otros condenados que al igual que él “no eran cosita de comer”, su vida pasó frente a sus ojos y quiso desandar los pasos andados para no llegar a ese lugar, pero ya estaba ahí.

“Tú no pareces negra”

En muchas ocasiones me han preguntado si a lo largo de mi vida he sufrido discriminación por ser negra y he respondido que no, que nunca he sentido que el color de mi piel me haya traído dificultades; que por el contrario, me ha representado elogios continuos por su lozanía y por el escaso cuidado que demanda para mantenerse libre de acné. Lo cual es cierto.
No obstante, hasta hace unos meses me encontré en Internet con una campaña de la revista digital española Afroféminas, y vinieron a mi memoria una cantidad de comentarios relacionados con mi ‘color distinto’ de piel, los cuales, aunque se expresan en contextos amables e incluso por amistades entrañables, arrastran sutilmente el lastre de la discriminación racial; esto, a la luz del concepto de Microracismo, que es lo que combate la citada campaña: “Los microrracismos tienen lugar cuando vivenciamos momentos de intolerancia, sutiles y que con frecuencia pasan desapercibidos… Los microrracismos tienen muchas formas de manifestarse. Todos se apropian parcial o completamente de un estereotipo que, sin percatarnos e incluso inconscientemente, nos hace tener comportamientos provistos de tintes racistas”, explica Afroféminas, que pretende “descubrir los microrracismos y hacerlos más evidentes en la sociedad en la que vivimos”.

Relato de aquel abril en que Rafa Manjarrez padeció una terrible ausencia sentimental

“Que si el mango está en la plaza igual/que si el maestro Escalona asistió/si bajó Toño Salas de El Plan/¿qué pasó?/que aquí estoy, pero mi alma está allá”. No tenía cómo saberlo, porque le tocó quedarse en la fría capital, mientras en Valledupar todo se movía al compás de acordeones, cajas y guacharacas en las tarimas; de canciones que se estrenaban; de contiendas de verseadores enfrentados en piqueria; del disfrute y asombro de visitantes; de parrandas con sancocho de rabo en los patios tradicionales.
Esa tarde de 1977. El muchacho pudo experimentar la angustia provocada por la inmodificable verdad de tener que vivir de lejos es Festival Vallenato. No quería ver ni hablar con nadie; sólo se encerró y, en la soledad de su habitación, dejó fluir toda la tristeza que se había apoderado de él. “Encerrado, temblando escribí una letra/que detalla mi tristeza/mi ausencia sentimental”.

El poeta soberano de la Canción Vallenata Inédita

Coraje fue lo que sintió Santander Durán Escalona ese día, cuando pasó por la plaza del pueblo y vio a tantos indígenas arhuacos tirados en los sardineles, ebrios de chirrinchi, despojados de sus mochilas, poporos, tutusumas y, en sí, de su esencia ancestral. “Sentí rabia contra nuestra gente por desconocer un patrimonio cultural tan valioso”.
Tenía razón. Los ‘blancos’ sacaban a los indígenas de su entorno, los emborrachaban, les robaban sus elementos sagrados y los exhibían ante los ‘cachacos’ como artículos de feria, hecho que evidenciaba un desconocimiento absoluto del tesoro cultural que bajada de la Sierra Nevada.