Las manos laboriosas
sujetan el tejido con los dedos medio, anular y meñique. Pulgar e índice de la
mano derecha manipulan la aguja, mientras los de la mano izquierda hacen
maniobras ágiles con el hijo; lo extienden y enrollas con una habilidad que
embelesa.
Hace calor en la
avenida Primera de Riohacha. Edeisuana Epiayú está ubicada debajo de un Roble, que
le proporciona su sombra para mitigar las altas inclemencias del sol, al tiempo
que le sirve de teatro de creaciones y comercialización de su arte ancestral.
Viste una manta rosada con acabados de hilos diversos, accesorios artesanales,
una mochila pequeña cruzada y una pañoleta hecha a mano. Al lado tiene decenas
de mochilas, pañoletas, pulseras, llaveros y otras manualidades que la
identifican como auténtica wayúu, representante de la casta Epiayú, del
resguardo Mañatú, en Aremasaín, en la Alta Guajira.
“Tengo 20 años. Estoy
tejiendo desde que tengo ocho”, dice con un acento indígena, sin alterar la
rutina de sus manos. Su oficio es una herencia de sus mayores, de las mujeres
que fueron antes que ella en su familia y que se han encargado de transmitir el
legado identitario de lo que son. “Mi mamá teje chinchorros, mochilas…”; señala
el tendido de éstas que tiene al lado y afirma que todas, absolutamente todas,
han sido elaboradas por ella y otros parientes.
Un recorrido en
cifras por su cotidianidad pone de presente las dificultades que enfrenta, no
solo ella sino las muchas tejedoras y comerciantes de mochilas wayúu que a
diario se apuestan a lo largo de esta, la principal calle de la capital
guajira. Dos semanas tejiendo una mochila, que tiene un precio de 50 mil pesos
que a veces baja a 40 mil, amén de las dinámicas de compra, venta y descuentos.
En los días buenos logra vender cinco y seis mochilas, pero hay otros en que la
venta es de solo una o a veces regresa en ceros a su casa, donde la espera su
hijo y su compañero.
De allá sale todos
los días temprano: Diez minutos de camino hasta Aremasaín, donde aborda un
carro que la trae a Riohacha a ella y a otras de su resguardo que, fieles a su
cultura matrilineal, salen a trabajar a diario, a compartir las realidades de ‘La
Primera’, la calle que bordea la playa, es escenario turístico de la ciudad, al
que las dinámicas del comercio ha traído a otras mujeres no indígenas, pero sí
tejedoras de mochilas y todas las cosas que Edeisuana vende, que han visto una
oportunidad de negocio en las tradiciones artesanales indígenas. “La gente
enseña a tejer por plata. Yo no doy pa’ enseñar a nadie. Enseño a mí”, dice.
Sus palabras son
pausadas y no muchas, pero están repletas de sabiduría, vigor y esperanza;
tienen la esencia de las usanzas de los suyos, de su lengua nativa: el
wayunaiki, la que habla cuando está casa, en su entorno; pero acá en La Primera
habla español, porque su oficio así lo requiere.
Edeisuana es una
mujer tranquila, irradia paz, en medio del tráfico y la multitud que aumenta y
disminuye al ritmo del devenir cotidiano del comercio. Ahí permanece día tras
día, escogiendo los hilos, mesclando sabiamente los colores, diseminando la
identidad wayúu a través de los productos elaborados por sus manos, que hoy
hace parte de atavíos alrededor del mundo. Ahí está sentada, a la sombra del
roble, tejiendo esperanza y tradición.
María
Ruth Mosquera
@sherowiya
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