Ella
nació el día del solsticio de verano, cuando sol alcanza su más alta posición
en relación con la tierra, en una casa cerca al mar, y se convirtió - al crecer
- en una “amante de la naturaleza, de los seres sensibles, nobles y generosos.
En una enamorada de la paz interior”, complementos vitales que encontró en la
poesía, la música y la libertad.
Cuando Rita Lucía Fernández Padilla se encontró con
la música, experimentó cómo “las canciones se meten en la piel”, invaden el ser
y se convierte en un estado del alma. “Cuando
la melodía viene impregnada de un sentimiento inmediatamente cautiva,
conquista, amarra, atrapa, pero eso es mágico; un compositor no puede, no conoce
en qué momento una canción puede traer mayor o menor sentimiento. Desde luego
influye un poco el estado en que se encuentra el artista, pero esa conexión con
el mas allá, con lo sublime, lo más elevado, con el ser superior, ese Divino
Maestro, es lo que nos inyecta esa magia”.
Se
convirtió en una poetisa perceptiva con el don de la creación lírica, la
sapiencia musical y en ese estado eligió permanecer, por encima de todas las
otras ofertas que le puso en frente el destino, como por ejemplo la vida de
hogar. “Más pudo mi libertad poética que
un matrimonio”, dice.
De
atrevida la tildaron cuando en momento en que el vallenato pertenecía a cosas
de hombres, a ella se le ocurrió armar una agrupación con jovencitas compañeras
del
colegio de La Presentación en Santa Marta y
aparecerse en Valledupar para presentarse en un festival que recién nacía, y
que era - de paso - ocurrencia también de una joven: Consuelo Araujo Noguera,
apoyada por un presidente: Alfonso López Michelsen y un compositor muy bien
relacionado Rafael Escalona Martínez.
Su
presencia fue un verdadero acontecimiento en la ciudad que hasta entonces
conocía de cuestiones de acordeones en pechos masculinos. Rita Fernández era la
directora, tocaba el acordeón, componía y cantaba; una segunda cantante era Carmen Mejía Barros, la guacharaquera era Elena
Parodi, Lucy Serrano Brugés interpretaba la tumbadora; Myriam Serrano Ceballos
tocaba el cencerro y Lourdes Cuello Montero era la cajera. Les hacían ovaciones
al pasar y terminaron firmando autógrafos “hasta en los troncos de los
árboles”. Con esa irrupción en Valledupar, Las
Universitarias lograron dar lo que ha sido considerado como ‘el grito de independencia de la
mujer en el vallenato’.
Lo que siguió a esa ‘presentación en sociedad’ fueron muchas
presentaciones en tarimas nacionales y más allá de las fronteras, pues la
agrupación de Rita y sus amigas y compañeras se
escuchó también en Panamá, México,
Venezuela y Estados Unidos. Grabaron una producción musical con temas
compuestos por ella y grandes compositores como Ricardo Cárdenas, Toño
Fernández y Freddy Molina, entre otros y se vieron arropadas por una
popularidad impresionante. Fue entonces cuando se levantó un muro entre el
presente y futuro de la agrupación que las muchachas no lograron saltar; sólo
Rita, cuyo corazón ya estaba colonizado por la música.
No era fácil para las jóvenes lidiar con las resistencias familiares y
tener que escoger entre el amor de sus novios y su agrupación, por lo que el
grupo de disolvió. Ella, Rita, quedó sin novio, pero con su música y con la
intención impetuosa de seguir adelante; así se encontró después con Cecilia
Meza (hoy fallecida) y volvió a las tarimas.
“En cada uno de nosotros existe una fuerza interior
que no nos puede detener. La gran fuerza
de mi vida es la música; ese el impulso y la corriente poderosa que me acompaña
para ser plenamente feliz y hacer lo que de verdad Dios puso en mi alma que yo
lo hiciera. Estoy realizando esa misión para la que Dios me trajo a la
tierra, entonces la música tenía que aparecer, fuera de varones, fuera de
mujeres o de lo que fuera, pero tenía que mostrar esa carga impetuosa musical
que yo traía en mi espíritu y mi alma”.
Con
esa fuerza impetuosa, se entregó por completo a la música, a la poesía, a sus
ocurrencias, y en esa época, hace casi cincuenta años, “pedí que le
introdujeran violines a las canciones”. Traía una innovación que no me detenía
nada”.
Y nada
la detuvo. En 1984 compuso unos
versos hermosos para Valledupar, ciudad a la que el imán de los acordeones y
los trovadores la habían arrastrado. Y cada doce horas, las audiencias radiales
escuchan y entonan esos versos solemnes, para refrendar el honor a la ciudad
“maternal, centenaria y bravía, luchadora en mestiza batalla”. Igual sucede en
el municipio de Agustín Codazzi, cuyo himno también es de autoría de esta cantautora, poetisa, pianista y acordeonista.
Al tiempo, sus composiciones comenzaron a ser escuchadas en otras voces como
Rafael Orozco, Alfredo Gutiérrez, Jorge Oñate e incluso en la voz de Joe Arroyo
con la orquesta Fruko y sus Tesos. Eran poesías supremas, paridas en el alma de
una mujer a la cual la que la música le dio la
redención de un mundo atribulado por lo material y la situó en los estadios de
lo bucólico que tan feliz la hace, la puso a viajar liviana por el universo y
le dio el mágico poder de convertir a alguien en una sombra y condenarlo a
vagar en recuerdos de ayer.
“La música se mete tanto,
juega y navega en el mundo material, pero luego abre sus alas y se eleva; es
tan atrevida que es capaz de navegar en el mundo material y luego volverse
invisible, intangible, pero te atrapa y se convierte en algo casi físico. ¿Cuándo se convierte la
música en algo físico? Cuando de tus ojos salen lagrimas; esa lagrima es la
música”, explica ella, quien considera que "el mundo necesita seres tan
sensibles que puedan respirar el olor de la canción, como el canto de una rosa
Ha sido ella la inspiración para que las demás
mujeres (más de setenta, hoy documentadas por la Fundación Académica de Música
Contemporánea – Decuplum) transiten con libertad los senderos del vallenato;
las impulsa, las inspira, las guía; es su ángel, su maestra, su amiga, su
‘comadrita’; es el espejo en el que siempre pueden mirarse y encontrar una
sonrisa, un aliento, un verso nuevo: “Cómo sería mi vida sin la música me dejara/te juro
que mi alma de la pena se perdería/Mi piano, mi guitarra, mi acordeón y mi
sentimiento/ no callarán su canto/son mi vida, son mi alimento”.
María
Ruth Mosquera
@Sherowiya
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