El Ángel Bohemio en su contexto geoafectivo

Si tuviera que delimitar una zona geográfica para él, hasta el más aventajado investigador estaria en apuros, por cuanto sería absurdo circunscribirlo a un territorio. Sus genes, sus vivencias de infantoadolescencia y su apego espiritual están sembrados en La Guajira, sobre un área que tiene como eje de rotación a San Juan del Cesar con todos los pueblos cercanos; sus evocaciones juveniles y de colegio lo llevan a barrios como Cañaguate, Obrero, Alfonso López, San Joaquin, La Granja y Loperena, en Valledupar; sus experiencias universitarias, así como memorias de alegrías y tristezas perviven en Argentina; el escenario actual de sus días se erige en Puerto Colombia, Atlántico, pero la onda expansiva de su poesía ha sacudido corazones en el planeta entero; como su quehacer, que ha repercutido en toda la humanidad.
Por eso quienes se acercan a Adrián Pablo Villamizar Zapata notan de inmediato que que a él no puede asírsele sólo desde algo tan material como un espacio geográfico, ya que sus delimitaciones se encuentran en estadios de lo intangible, por tratarse de un ser que es espíritu y alma, de esos que no se tocan con las manos sino con el corazón; de los que al conocerlos ofrecen la posibilidad de acceso a un universo de amor exacerbado, sensible y humano; un amor en su esencia más básica y elemental.

Relato de dos cazadores mudados en ambientalistas y poetas cantores

Sus predilectas eran las perdices. Le encantaba comerlas fritas con patacones, yuca o plátano cocido, cuando era muchacho. “¡Eran una exquisitez!”. Más adulto, cuando ya cazada con perros y escopeta, tenía como objetivo primario a los saínos, unos cerdos silvestres con una carne magra de calidad extrema que por muy gordos que estuvieran no tenían ni asomo de grasa. Adoraba sentarse a degustar un guiso de saíno.
El entorno se prestaba para sus prácticas de cacería, pues Becerril donde nació era “otro mundo, una maravilla ecológica”, en la que confluían selva y sabana. Y él, Tomás Darío Gutiérrez Hinojosa, se caminó esa sabana, desde Codazzi, pasando por Camperucho y siguiendo al río Cesar, bajaba por El Hatillo hasta llegar a El Paso y La Loma; una prolongación en cierto modo del desierto guajiro en las entrañas del Cesar, con las mismas especies animales y vegetales; ahí se daba el encuentro con la selva que se extendía por una ‘inmensidad’ de hectáreas.

Hans, el último alemán de la Sierra

La estampa rubia y forastera en medio de las montañas de la Sierra Nevada no pasa inadvertida. Y si abre su boca y deja escuchar su castellano fluido, matizado  con  expresiones  tan  castizas  como  “pegarse  unos  chirrinchazos”, “estar encoñao y arreglar las vainas a las trompadas llama aún más la atención.
Habita en un extremo de Pueblo Bello, Cesar, en una casa sin lujos, ya que éstos no hacen parte de sus prioridades para vivir. Él prefiere una existencia en calma, levantarse todas las mañanas y ver que en frente suyo permanecen los cerros que tantas veces recorrió en su juventud.
Es un alemán que no conoce a Alemania, al que no le caen bien los Nazis, aunque un tío suyo fue uno de ellos. “Algunos alemanes son unos desgraciados”, opina.
“No me interesa conocer a Alemania”, dice, sentado en un sillón de la sala de su infancia, convertido hace ya varias tardes en un escenario de recuerdos, donde relató detalles de la leyenda que es su vida, de por qué un hombre que se llama Hans Joachim Naeder Hadameck puede decir sin mentir: “Soy colombiano, nací hace 88 años en Barranquilla, me bautizaron  en  Villanueva y he  vivido desde niño en Pueblo Bello”.

Pesadillas de Gorgona

Al desembarcar de la nave en la que hizo la travesía marítima, Chiche Brito se encontró de frente con una construcción en medio del bosque tropical del océano pacífico, donde estaba la vivienda en la que permanecería los siguientes años de su vida.
En cuanto pisó tierra firme, dejó de ser José Agustín Brito Cabana para convertirse en el preso 749, número con el que estaban marcados los pocos elementos que a partir de ese momento podía usar: un rústico camarote, sin colchón ni almohadas, de madera ofrendada por el bosque de la isla, y un guardador en el que acomodó las pocas pertenencias con las que llegó a su nuevo destino, donde no conocía a nadie, pero por las referencias que tenía del lugar, sabía que era un sitio maldito que alojaba a los criminales más temibles de Colombia, a los que internaban en los oscuros calabozos para hacerlos pagar – a un precio muy alto – los delitos cometidos.
Llegó a la isla muy joven, no recuerda el año exacto, tal vez porque lo vivido en su juventud son páginas que muchas veces ha intentado arrancar del libro de su vida, pero ante su imposibilidad para hacerlo ha optado por no leerlas.

La esencia femenina de la Dinastía Zuleta

Imaginar un contexto distinto para sus vidas es tan improbable como pensar en la música como algo lejano a su estirpe. Ellas son la esencia femenina de una línea de sangre que alcanza ya las cuatro generaciones musicales, cuya información genética tiene moléculas creativas para el verso, el canto y ejecución de instrumentos musicales, que se constituyen en el elemento predominante en los varones de la familia; en ellas, las mujeres, prevalece lo sensible, el amor manifiesto, la pujanza y templanza, la solidaridad, la complicidad, la unión filial, todos estos rasgos heredados un tanto de su abuela Sara María Salas Baquero y  otro tanto de su madre Pureza del Carmen Díaz Daza.
En el ocaso de un día cualquiera, se les encuentra juntas en el patio arborizado de la casa de una de ellas en Valledupar, conversando alegres y riendo a carcajadas, evocando episodios de su juventud, haciendo planes de corto plazo, disfrutándose unas a las otras. Juntas son la excepción de las teorías e hipótesis que se han formulado sobre la amistad, que la asocian con algún tipo de interés, beneficios, riqueza o popularidad social, pues lo de ellas supera el campo frívolo de los bienes y servicios y se sitúa en los estadios del amor incondicional.

Dinastía: Hogar seguro de un patrimonio que es vida y canto

Eran aquellos tiempos en los que, para que ‘aprendieran a ser hombres’, a los niños los iniciaban en las labores del campo; de modo que a sus quince años ya Escolástico estaba convertido en vaquero con una destreza impecable para enrejar el ganado y administrar la finca de su papá Rosendo Romero Villarreal, un gamonal de prestigio, no sólo por lo imponente de su figura, su cabello rubio, sus ojos azules y su ascendencia española; sino por su maestría en el arte de tocar el acordeón.
La finca era inmensa; la más grande de toda esa zona. Estaba en Boquerón, a un extremo de Becerril, en el Cesar, donde había establecido su segundo hogar Rosendo, tras un matrimonio apresurado por la conveniencia de escapar del servicio militar y que poco después lo dejó viudo y con un hijo bautizado como Escolástico Romero Rivera. La cotidianidad eran intensa: El padre en sus asuntos musicales y el hijo cada vez más agobiado por los quehaceres campesinos, al punto que un día decidió soltar sus cargas y escapar, buscando refugio donde su tío Adolfo Romero, en Villanueva, La Guajira, primero de su estirpe en asentarse en esta tierra de dinastías.