Si tuviera que delimitar una zona geográfica para él, hasta
el más aventajado investigador estaria en apuros, por cuanto sería absurdo
circunscribirlo a un territorio. Sus genes, sus vivencias de
infantoadolescencia y su apego espiritual están sembrados en La Guajira, sobre
un área que tiene como eje de rotación a San Juan del Cesar con todos los
pueblos cercanos; sus evocaciones juveniles y de colegio lo llevan a barrios
como Cañaguate, Obrero, Alfonso López, San Joaquin, La Granja y Loperena, en
Valledupar; sus experiencias universitarias, así como memorias de alegrías y tristezas
perviven en Argentina; el escenario actual de sus días se erige en Puerto
Colombia, Atlántico, pero la onda expansiva de su poesía ha sacudido corazones
en el planeta entero; como su quehacer, que ha repercutido en toda la
humanidad.
Por eso quienes se acercan a Adrián Pablo Villamizar Zapata
notan de inmediato que que a él no puede asírsele sólo desde algo tan material
como un espacio geográfico, ya que sus delimitaciones se encuentran en estadios
de lo intangible, por tratarse de un ser que es espíritu y alma, de esos que no
se tocan con las manos sino con el corazón; de los que al conocerlos ofrecen la
posibilidad de acceso a un universo de amor exacerbado, sensible y humano; un
amor en su esencia más básica y elemental.
Su ser está tejido de nostalgias, del anhelo siempre presente
de volver a esa zona nuclear en la que se siente en casa: “El unico lugar del
planeta en donde a mí me llaman por mi nombre, o por el diminutivo del de mi
papá, es San Juan del Cesar”, dice. En recuerdos vuelve al barco en el que
llegaba a Argentina y Eve, su madre, le anunciaba que allí esperaban sus
familiares, su lugar, aunque la realidad y las personas le pregonaran que él
era distinto, por su piel y su acento: “En Argentina siempre fui el
colombiano”. De regreso, con la despedida eterna de Eve, su papá se encargó de
mantenerle sus raíces colombianas en la memoria; por lo que llegó al colego Ateneo
diciendo “yo soy colombiano”, pero debido a su acento, “en Valledupar siempre
fui el argentino”. No así en en San Juan, donde siempre ha sido Adrián Pablo,
Jorgito, hijito, papi, mi amor…
“El hecho de ser huérfano de madre despertó una forma de
cariño especial en todas las mujeres que mamá dejo atrás como amigas y comadres,
que al verme refrescaban recuerdos de esa mujer que les tocó el corazón y les
hizo un capitulo hermoso de sus vidas, entonces me decían “ven papi”, “mi
amor”, “qué quieres comer”, me sobaban la cabeza y me daban todo el
consentimiento que yo no recibía en Valledupar; entonces para mi ¡qué alegría
era ir los fines de semana a San Juan!”, y menciona nombres como Abigail Vega
de Bolaño, Nectalina Daza de Anichárico, Aura Suárez de Zamora, Modesta Plata
de Daza, María Thelma Suárez, Beatriz Gámez, Carmen Carrillo, Paula Muñoz,
Tomasa Plata (fallecida), quienes lo trataban –y lo siguen haciendo- con cariño
y autoridad materna.
Era el tiempo de pueblos sin energía, de enriquecedoras
travesías con Jorge Villamizar, su padre, de descubrimientos fascinantes, de
consolidación de lazos de amistad que trascienden las edades y la vida misma.
Era el tiempo de Flore (Florentino Mendoza), un hombre medio siglo mayor que
encontró en Adrián, entonces de doce años, el perfecto camarada de noches de
luna, de estrellas y de lluvias en La Peña; que le descubrió misterios y sembró
otros en el corazón al muchacho siempre ansioso por saber más, de modo que mientras
el pueblo se volcaba a ver la telenovela en las cuatro casas que tenían planta
eléctrica y televisor, Adrián se sentaba con Flore en la puerta, frente al
cerro, pegándole centelladas a la oscuridad con el tabaco prendido en la boca
del viejo y revivían los mitos y leyendas pervivientes en la memoria añeja.
Algunas noches, Flore sacaba su acordeoncito de dos hileras y se ponía a tocar,
pese a la inconformidad de Paula, a quien no le gustaba que su marido tocara
porque le daban ganas de tomar trago y un llantico melancólico le invadía el
momento.
“Flore fue un tipo que a mí me ‘abrio la tapa de la olla a
presion’ de los misterios porque como buen afrodescendiente tenia toda la
mitologia de brujas, hechizos y conjuros de en la cabeza. Flore me cantaba cosas que le
habia escuchado a Francisco el Hombre, cosas sobre el Indio Capao, el Indio Duane;
que un cerro salia una luz, que Nandito el Cubano, que el diablo de Francisco
el Hombre y yo era fascinado oyendo las andanzas de él en la Serrania, un día
que le hicieron unos tiros y no le pegaron… Flore era mi encilopedia mágico/misteriosa”.
La compenetración muchacho/anciano fue tal, que un día Flore resolvió nombrarlo
patrino de su hija Lady y pasaron a ser compadres para siempre. Hace tres años,
Flore se fue, pero le dejó a su compadre sus misterios y una nueva familia, la
Mendoza, que con registro público lo declaró miembro de su linaje.
Y es que es Adrián en sí un campo de serendipia que imanta
sucesos afortunados, predestinados por un designio supremo favorable a él. Sólo
así se explica que al graduarse como médico, le haya correspondido hacer el año
rural en Cotoprix. “La zona donde estuve haciendo el año rural fue el area
‘agrupecuariatrovadorezcajuglarezca’ de Francisco el Hombre. Cuando llegué allá
me dijeron “por aquí vivió Francisco el Hombre, y yo dije: ¡Cómo… Si este es el
mismo del que le escuché a Flore y le leí a Gabo! No me imaginaba estar en ‘el
punto de cocada’ de donde salió la leyenda”.
En esa zona se tropezó con octogenarios testigos de esa
leyenda, que eran jóvencitos cuando ya Francisco era lo que era. Tuvo
referencias muy directas de su historia y su andar en la zona, tanto, que más
tarde cantó la historia a su manera: “Hace
tiempo, mucho tiempo, cuando la distancia se medía en tabacos, había un hombre
taciturno que inundaba el viento solo con su canto. Era el tiempo de farolas,
de historias de muertos vivos y de espantos…” (La Balada de Franco).
Y como médico, Adrián ha dejado una huella indeleble en
valles, cerros, a ambos lados de ríos, pues no hubo territorio vedado a los que
él no llevara su saber, su medicina y su curiosidad montada en una moto Yamaha
blanca con azul que fungía como unidad móvil del puesto de salud. En ella llegó
a sitios en los que no conocían a un médico en persona, haciendo travesías por
caminos tan agrestes y empinados que hoy sigue sin entender “cómo yo hice pa’
subi esa moto hasta allá. Yo llegaba embarrao, la moto se atoyaba en los
lodazales del invierno, con las inundaciones y rios desbordados, pero me di el
gusto de ir a todos esos lugares y estar con la gente”. Sí, se dio el gusto de
andar por todas las trochas que su compadre Flore le había enseñado en las
noches de La Peña, de dar rienda suelta al altruismo genético/paterno que lo
habita, de compenetrarse con Serankua, de hacer suyos los sortilegios de la
Sierra Nevada y de convencerse que “cada
aurora es el comienzo de un futuro hecho de fe”.
En ese contexto se hizo trovador, una noche solitaria,
entumecido por el frío de la nostalgia que producen los amores lejanos.
Angélica, su novia, se encontraba a muchas leguas de distancia y su amor era
profundo. A los amores así no les alcanza una llamada semanal en Telecom ni una
carta quincenal. Él la quería en su ‘aquí y ahora’. Entonces se entregó a una
parranda, en la que Hernando Marín y Carlos Huertas le hicieron compañía a su
soledad y le generaron las inquietudes que mutaron en su primera canción esa
noche.
“Un domingo fui a Maicao en la moto, visite a mi papá y
cuando venia de regreso, en Cuestecidas compré una ‘pipona’ de aguardiente,
llegué al pueblo y buscué la única guitarra que había, la tenía un guitarrista
zurdo; busqué una cavita de hielo, una Naranja Postobon, yo mismo me hice una
picada de mango con limón, puse un casete de Hernando Marín y Carlos Huertas y
empecé a parrandear solo, con Marín y Huertas. Con la guitarra yo acompañaba a
Marin en el casete cuando cantaba: “Si
algun amigo me encuentra por coincidencia, yo le brindo una cerveza, le doy un
trago de ron y lo convenzo pa’ que no le diga a ella que estoy con una botella,
tirado a la perdición”.
Imaginó la escena narrada en la canción y a los amigos que
acompañaban a Marín: Nacho Urbina, Luis Egurrola, Roberto Caledón… y cantó un
monólogo silencioso: “Quiero saber,
quiero saber si Hernando Marín todavía esta ahí bebiendo por ella y averiguar,
y averiguar si los Calderón se encuentran con él cantando sus penas; voy a
buscar, voy a buscar en ese lugar un bello cantar para mi morena; temo no
hallar, temo no hallar en mi facultad la musa ideal pa’ darle un poema… Yo
no tenia cómo hacer una canción y tenía que ir a donde ellos para que me dieran
una idea, una melodía, una primera frase para armar el primer verso, a ver si
con eso lograba hacerle la canción a Angélica porque me dolia su ausencia y
quería que a través de esa canción ella lo supiera”. Y fue esa, ‘Necesito una
canción’, la primera de noventa que ha hecho hasta el día de hoy.
El vallenato poblaba su ser desde muchos años atrás, cuando
ponía serenatas con amigos, haciendo voces y versos. “No soy buen repentista,
pero los hacía para mamar gallo. Cogía una canción y la descomponía en letra de
chercha que hacia reír a mis amigos”. Cuando llevaba como ocho descomposiciones
musicales, lo encontró esa noche de amor lejano en el puesto de salud de
Cotoprix y le exteriorizó al trovador es.
Se desencadenaron entonces canciones con contenido poético e
identitario, que traducen al ser humano detrás de ellas y expresan la gratitud
eterna que le profesa a sus amigos, a tanta gente buena que encuentra en los
senderos de su vida, a Dios. “Porque es que yo recibo mucho, yo tengo muchas
bocas que me besan, muchas manos que me tocan, muchos brazos que me abrazan,
mucho cariño conmigo. Y yo soy muy agradecido”.
Lo apasiona la esencia del ser humano, entenderlo, comprenderlo
en todas sus facetas, formas y características. “Gozo con lo que cada quien
tiene, con lo que cada quien expresa; todas las benditas diferencias de
opinion, yo me recreo en ellas. Cada ser humano tiene una historia fascinante;
me gusta mucho anciano”. Por eso, un dia le pidió a Dios un favor especial: “Si en tu morada celestial guardas un sitio
para mí, mejor dejame por aquí, quiero ciudar de mi ciudad”. Anhelaba ser
un espíritu que pudiera permanecer acompañando a todos aquellos que hacen una
parranda, que estan aprendiendo a tocar una guitarra, una caja… que están
haciendo una canción y ser un ángel que les infundiera la inspiración y la sapiencia.
La petición era quedarse como guardián de los que sienten como él, los que no
dejan que se muera este folclor, los que enamoran con guitarra y acordeón y le
traspasan genética y vivencialmente las tradiciones a sus generaciones.
Y Dios le dijo: ¡Concedido! Como resultado de un sueño de
este Ángel Bohemio, la Unesco incluyó el cantar vallenato, su cantar, en la
lista de patrimonios inmateriales de la humanidad con medida de salvaguardia
urgente, lo que implica una custodia permanente y colectiva sobre esta
manifestación cultural, para que se cante y no se olvide. “Yo no me imaginé que
en vida podía hacer eso. Me lo imaginaba muerto porque es mucho mas facil
siendo uno espiritu o sombra inspiradora, metérsele en el inconseicnte a los
que están trabajando en el tema de la musica y ayudarlos”.
Es un compositor distinto, auténtico, profundo, que es rey de
festivales. Un poeta con canciones que dan cuenta de la vida, del territorio,
de los amigos, de los valores y la bondad humana; que evidencian la certeza de
que no hay “mejor enseñanza pa’ este mundo que abonar el camino de los sueños”.
Cantos que narran al hombre desde la cuna hasta a tumba, que lo muentran a él
viajando como un espíritu libre, como palomas que van sin prisa, con un ángel
bohemio que se sienta en las esquinas del tiempo a tomar café con las
nostalgias, las cuales son su boleto de ida y vuelta a la niñez; que lo
muestran ‘enchoyao’ por sus poseciones afectivas, por el privilegio de vivir y
de poder retomar una y otra vez la ruta del reencuentro que lo lleva al lugar
donde “nunca estaré solo porque están los
que yo quiero”; la ruta que lo lleva a San Juan del Cesar, ese lugar que
“mas que un pueblo es un estado de mi corazón, un estado de mi alma”.
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