La
conocí en el inicio de mis días. Se veía radiante en sus treinta y tantos,
acariciando con ternura su panza, transmitiendo sus primeras ondas amorosas a
la vida incipiente que crecía dentro de ella.
Era la séptima vez que germinaba en su interior la semilla de la vida;
sin embargo, experimentaba sensaciones inéditas cada vez, se emocionaba y se
apoderaba de ella una ansiedad feliz que ni siquiera las reminiscencias de los
dolores de parto lograban eclipsar.
De una manera estoica e inexplicable disfrutó cada una de las
‘majaderías fetales’ que en innumerables ocasiones la sacudían por dentro hasta
el dolor, hasta dejarla incapacita-da para ser ella misma.
Después, cuando cesaron los malestares, cargó con ella un peso
embarazoso y progresivo que la obligó a ser aún más fuerte para so-portar ‘la
carga’ adicional que con amor llevaba encima.
Fue una madrugada de domingo, cuando se escuchó el llanto de una niña a
la orilla del río Suruco, en las entrañas del Chocó. Había sol y brisa; me
contó ella después, me dijo que en una casa de madera y zinc dio a luz a su
hija. Esa noche, en las postrimerías de su embarazo y la intensidad de sus
dolores, había escuchado el canto de las aguas, aún cristalinas, la danza de
las palmas de chontaduro y los palos de caimito sembrados por ella alrededor de
la casa… Eso me contó después.
Fue un día de fiesta y de sorpresas, pues hasta el mismo momento del
parto ella estaba convencida que daría a luz un hijo, por aquello de los
síntomas y porque “la crié en el lado que crié a los hombres”. Hubo entonces
que escoger un nombre de mujer. El padre propuso ‘Ruth’, porque es el nombre de
una mujer valerosa de la Biblia, y ella le añadió el María “porque todas las
mujeres son Marías”. Y así fue bautizada la niña, también un domingo, con el
nombre de María Ruth Mosquera Mosquera.
A mi mamá la comparo mucho con Dios, por las características
sobrenaturales que tiene su amor hacia mí: La he visto llorando con mis
dolores, quitándose el alimento de la boca para que yo me alimente, transitando
por parajes agrestes con mis enfermedades –que fueron muchas durante la niñez…
Negándo-se a sí misma para que yo pueda ser.
La veo ahora, desvelándose hasta que yo esté en la casa por avanzada que
esté la noche (“es que no puedo conciliar el sueño sabiendo que mis hijos están
en la calle”, dice); la veo padeciendo por los riesgos de mi profesión… La veo
de rodillas ante Dios pidiéndole que yo pueda permanecer de pie ante los hombres,
como lo escuchó alguna vez de Néstor Chamorro Pesantes, del que sólo conoció el
nombre y al que le agradece que le haya dejado como herencia la familia
universal de la Teoterapia.
Esta mujer es el más grande ejemplo que tengo.
Y la veo también en mí, en lo que siento y anhelo. Me acuerdo de ella
con mis reacciones ante distintas situaciones y me lleno de orgullo porque concluyo
que heredé una pequeña porción de su esencia de mujer valerosa y fuerte, como
los guayacanes que se hallan en la selva en la que nací.
La admiro por ser emblema de entrega y abnegación, porque lo dio todo de
sí y logró salir, aunque un poco magullada, airosa de las arremetidas de los
tiempos, de las carencias de su época y de su entorno, de la gran carga que
significó alimentar a unos hijos cuando lo que abundaba era la escasez.
A esa mujer le profeso todo mi amor y admiración. Le encargo a Dios que
le de a ella todo el bien que tiene para mí. Ella se merece toda mi honra y la
defiendo con todas las fuerzas de que soy capaz. (Como diría Pirry: por ella me
doy en la geta con el que sea).
Sé que un día tendremos que separarnos. ¿Quién se irá primero? No lo sé,
pero tengo la certeza de que ella estará bien, porqué irá a un lugar reservado
para las personas como ella, dulces, amorosas, perfectas… Y sé también que en
ese lugar nos encontraremos y nos seguiremos amando con ese amor perfecto.
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