Imaginar un contexto distinto
para sus vidas es tan improbable como pensar en la música como algo lejano a su
estirpe. Ellas son la esencia femenina de una línea de sangre que alcanza ya
las cuatro generaciones musicales, cuya información genética tiene moléculas creativas
para el verso, el canto y ejecución de instrumentos musicales, que se constituyen
en el elemento predominante en los varones de la familia; en ellas, las
mujeres, prevalece lo sensible, el amor manifiesto, la pujanza y templanza, la
solidaridad, la complicidad, la unión filial, todos estos rasgos heredados un
tanto de su abuela Sara María Salas Baquero y
otro tanto de su madre Pureza del Carmen Díaz Daza.
En el
ocaso de un día cualquiera, se les encuentra juntas en el patio arborizado de
la casa de una de ellas en Valledupar, conversando alegres y riendo a
carcajadas, evocando episodios de su juventud, haciendo planes de corto plazo,
disfrutándose unas a las otras. Juntas son la excepción
de las teorías e hipótesis que se han formulado sobre la amistad, que la
asocian con algún tipo de interés, beneficios, riqueza o popularidad social,
pues lo de ellas supera el campo frívolo de los bienes y servicios y se sitúa
en los estadios del amor incondicional.
Son episodios que imantan
la narración literaria y obligan a convertirlos en relatos de lo que son ellos
como familia, como dinastía, como un patrimonio que se canta; tal como aquí lo
hace el Ministerio de Cultura con sus direcciones de Patrimonio y
Comunicaciones - a través del Proyecto Las Fronteras Cuentan- en el marco de la
estrategia del Plan Especial de Salvaguardia para la Música Vallenata
Tradicional en el Caribe Colombiano; en desarrollo del proyecto ‘Música
Vallenata Tradicional en Sintonía’, con el que se busca conectar a las
comunidades con la esencia histórica de este patrimonio inmaterial de la
humanidad, calificado así por la Unesco el año pasado.
En una mesita reposan
bases, polvos faciales, sombras, rubores, pestañinas y otros elementos de
maquillaje. Carmen Sara, la menor, termina
de aplicar el labial a María, la mayor, y se dirige a Carmen Emilia, quien
sigue en turno para la sección de maquillaje. “Ella es la que se encarga de eso
siempre”, dice María. “Sí”, replica Carmen Sara. “A mí es a la que le gusta
hacer estas cosas; saco cejas, pinto pelo…”. Carmen Emilia, que ha permanecido
inmóvil mientras es maquillada, se une a la conversación y entre todas cuentan
que “siempre somos así como nos ves. Somos un trío y cuando mama vivía, éramos
las cuatro. Siempre amigas, confidentes, sin secretos entre las cuatro; las
amigas de nosotras somos nosotras mismas”. Asienten todas y relatan las bromas
que en su vejez hacía Carmen Díaz cuando su hija menor la maquillaba, le
depilaba las cejas o le pintaba las uñas.
Ese esmero por el cuidado
personal, por ocuparse y preocuparse por su familia es el reflejo de lo que recibieron
de sus mayores, en el hogar de sus padres, la transmisión vivencial de su
abuela y en el entorno que crecieron. En el barrio San Luis, de Villanueva – La
Guajira, establecieron su hogar Emiliano Zuleta Baquero y Carmen Díaz, después
de regresar de El Plan, a donde fueron cuando ‘se salieron’ a vivir un amor
desaprobado por María Francisca Díaz, madre de Carmen, a quien no le hacía
gracia la idea de que su hija mayor se enamorara de un músico bebedor de trago.
Pero poco o nada pudo hacer la negativa materna ante la fuerza invulnerable del
amor.
Fue un amor que nació
como el sol en verano: Intenso, vigoroso, imbatible. “Cuando papá conoció a mi
mamá, a él lo habían contratado para tocar una serenata a un amigo que la
pretendía a ella. El amigo le dijo por allá hay una muchacha muy bonita. Yo le
quiero dar una serenata pa’ ver si me para bolas. Papa fue y tocó, pero ese día
no la vio porque ella no salió”, relata María Zuleta y explica que en ese
entonces “las mujeres no salían. Uno se quedaba quietico ahí. Llegaban, tocaban
tres canciones y decía el oferente: Esta serenata va dedicada a la señorita
fulana de parte de su enamorado fulano. La señorita decía: Muchas gracias y
prendía la luz, pero no salía, los padres no permitían que saliera a esas horas
de la noche”.
No alcanzó a conocer
Emiliano a Carmen Díaz esa noche. En su mente quedaron retumbando las palabras
de su amigo que la referenciaban como una mujer extremadamente hermosa.
Entonces al día siguiente no pudo contener el deseo de ir hasta esa casa para
conocerla. Lo que encontró le zarandeó el corazón, que desde ese instante dejó
de pertenecerle: Una mujer encantadora, esbelta, elegante; 1,80 metros de genuina
belleza que lo dejaron sin escapatoria. A ella le sucedió igual: “Mamá dice que
ella se enamoró de mi papá apenas lo vio”. Este suceso tuvo lugar en Manaure,
donde Carmen Díaz se encontraba de paso en casa de una tía a donde había ido a
pasar vacaciones; de modo que regresó a Villanueva, al hogar de sus padres. Allá
llegó el enamorado a luchar, a darlo todo por apartar las espinas del camino
para que el amor pudiera ser.
Ante la falta de aprobación,
los enamorados decidieron ‘salirse a vivir juntos’. Fueron a refugiarse en casa
de ‘La Vieja Sara’, mamá de Emiliano, en El Plan de La Sierra Montaña, hoy
corregimiento del municipio de La Jagua del Pilar, que para comienzo de la
década de los cuarenta, cuando acaecieron los hechos, quedaba a un día de viaje
en burro desde Villanueva. Allá, con el respaldo de la madre/suegra le dieron
rienda suelta a su amor. “Contaba mamá que papá era un tipo supremamente
amoroso, que le consultaba todo; si le pedían que fuera a tocar, él decía
¿Cuánto me van a pagar? Déjeme hablar con Carmen, porque ella le puso precio al
talento de su marido”, narran las Hermanas Zuleta. En El Plan concibieron a su
primer hijo. Cuando a Carmen Díaz empezó a notársele el embarazo, las personas
empezaron a decirle: Ahí viene Emilianito, sin saber si tendría niño o niña,
más bien para dar la connotación de que en el vientre de la mujer crecía en
retoño de Emiliano. Efectivamente el niño nació varón y lo bautizaron con el
nombre de Emiliano Alcides Zuleta Díaz, aunque siempre siguió siendo
Emilianito.
Ya consolidado el
hogar, regresaron a Villanueva, donde contrajeron matrimonio. Emiliano era un
enamorado empedernido de su mujer; no obstante, la noche del casamiento, “los
amigos de mi papá lo invitaron a dar una serenata; se fueron a parrandear y se
demoró tres días para regresar”, cuenta María Zuleta y añade que cuando
regresó, lo hizo con una serenata: “Me le
dice a Carmen Díaz que sufra y tenga paciencia porque ella muy bien sabía que
Emiliano es sinvergüenza… Me siento lo más contento porque resolví casarme; si
me caso en otro tiempo, me vuelvo a casar con Carmen”.
Fue un amor ejemplar,
según lo narran ellas, que son la evidencia del mismo. Luego de Emilianito,
nacieron María, Tomás Alfonso o ‘Poncho’, Fabio, Carmen Emilia, Mario, Héctor y
Carmen Sara, en ese orden. Crecieron en tiempos
distintos, aunque cercano. Cuando Carmen Emilia nació, María había llegado a
los seis años; entonces encontró compañía y complicidad para compartir los
juegos de niñas y en vacaciones se iban para El Plan. Se despedían en la
madrugada de sus padres en Villanueva, montaban en burros y al despuntar la
tarde estaban recibiendo el abrazo de ‘La Vieja Sara’.
“Mama
Sara era una mujer alegre, poetisa, elegante, le gustaba mucho un collar, unos
estrenos. Hacía sus composiciones a veces para halagar a alguien, con versos,
poesías, décimas, pero también podía ser para insultarlo o reprenderlo. Era una
mujer de un carácter fuerte, era la líder de El Plan, la matrona, la jefa, la
que mandaba”, recuerdan y se miran para confesar que las tres heredaron ese
carácter recio, que era reforzado por madre, a la que vieron poniendo orden en
el hogar, exigiendo que la idoneidad creativa de su esposo fuera valorada; ella
decía que él era hombre muy noble, ingenuo. “Mi mama era celosa. Él era
mujeriego, pero la respetaba mucho. A mi papa las mujeres lo perseguían porque
era un hombre muy bonito, blanco rosado, y mi mama sabía que las mujeres le
coqueteaban; él hacia las cosas a escondidas, pero mama lo pillaba.
Crecieron
las niñas, las dos mayores, en un entorno bucólico, recreado por armonías
rurales y el sonido de los acordeones de su papá y sus amigos (mencionan a los
compositores Leandro Díaz y Armando Zabaleta); además, con la carga genética de
una abuela paterna poetisa, un abuelo materno acordeonero, un papá acordeonero
y un hermano mayor que se había enamorado del acordeón y que tenía como amigos
a una generación que compartía sus pasiones: Andrés ‘El Turco’ Gil, Alberto
‘Beto’ Murgas, Rafael Norberto, Israel y Rosendo Romero, Hugues Cuadrado y
otros que vivían en el barrio San Luis o en el Cafetal, que era vecino. “Mama
se opuso a que sus hijos fueran acordeoneros. Emiliano fue músico a la brava.
Aprendió a tocar solo y a escondidas. Papa siempre tuvo su acordeón y lo echó
en un baúl con llave para que no tocara; pero el padrino de Emiliano,
Escolástico Romero, era músico y arreglaba acordeones, entonces siempre tenía el
instrumento en su casa y a son de padrino le alcahueteaba; le prestaba acordeón
y él se iba para el rio”. Ante esto se impuso el carácter de Carmen Díaz, quien
no dudó en trasladar a su hijo a Valledupar para que estudiara en el Loperena y
en el futuro se convirtiera en un teniente. La decisión fue respaldada por el
padre, ya que él podía dar testimonio de la situación de menosprecio que
padecía la música que hacían. Pero no hubo forma de deshacer el amor que había
nacido entre el muchacho y el instrumento.
Era
natural que al estar rodeadas de música de acordeón, las mujeres fueran
colonizadas por ella en su corazón, aunque su parte física fuera un territorio
vedado para ejercer cualquier actividad relacionada con la música. El protocolo
establecía que las mujeres no participaban en parrandas y mucho menos si eran
niñas, de modo que ellas no tenían la posibilidad de aspirar siquiera de
acercarse por detrás de los asientos de los parranderos, como sí lo hacían
algunos niños a los que en ocasiones les caían las salivas del ron bebido por
los mayores, que tenían la costumbre de escupir para atrás después de cada
trago. “A nosotras no nos dejaban participar, ni siquiera pudimos intentar
aprender tocar acordeón porque decía mi papá: “Las mujeres no pueden hacer eso
porque entonces los hombres las van a obligar a tomar trago. Y en esa época las
mujeres que tomaban eran las de los cabarets; una mujer decente, jamás”, cuenta
María, refiriéndose a ella y Carmen Emilia y confiesa que sí tuvieron la
intención. Carmen Sara, por su parte, tuvo más acceso al instrumento, a través
de su hermano Héctor, que eran los dos hermanos menores. “Cuando ellos
crecieron yo aún no estaba. Cuando yo nací, ya Emiliano tenía 20 años,
estudiaban en Tunja con Poncho; yo no compartí mucho con ellos. No viví la
época de la Sierra de la que ellos hablan tan bonito porque ya vivíamos en
Villanueva, y cuando tenía un añito y medio mi mamá se vino a vivir a
Valledupar. Yo soy la que menos pudo disfrutar de eso, pero me sé los cuentos
que echan”. Héctor le dio algunas lecciones de acordeón a su hermanita, sin la
prohibición paterna. “Éramos compinches y yo le decía
enséñame, hasta que un día nos encontró Emilianito y me dijo: Eso es pa’
hombre, te va a tocar lidiar con hombres, no vas a tener ni amiguitas, sólo
hombres”. La imagen futura de ella misma sin amigas bastó para que Carmen Sara
abandonara la idea de aprender el arte de su padre y sus cinco hermanos. La posibilidad de un reintento terminó con el
temprano fallecimiento de su mentor. Héctor Zuleta falleció el ocho de agosto
de 1982, a sus 22 años.
En
cuestión de amores, las restricciones para el gremio femenino de la época no
eran menos rigurosas. “Con los muchachos pasaba nada, pero ¡ay de que fuera una
niña tuviera un noviecito!, eso era un escándalo en la familia”, recuerdan. No
faltaban los pretendientes para unas jovencitas como ellas: hermosas, esbeltas…
El compositor Rosendo Romero describe a María Zuleta como “una mujer muy bella,
una flor, blanca; haz de cuenta un heliotropo, una azucena. ¡Qué cosa tan bella
era María Zuleta!, su cuerpo, sus piernas gruesas, blancas… Bueno, todas ellas
han sido muy bellas”, afirma.
“Cuando yo tenía como
13 años, me pretendía un vecinito que vivíamos diagonal y estudiábamos en la
misma escuela, en el mismo curso, tercero de primaria; nos veníamos juntos a
pie de la escuela a la casa. El muchachito empezó a picarme el ojo, a decir que
yo le gustaba y yo me ponía como coquetica, no le paraba bolas, pero tampoco lo
rechazaba, no le daba mucha oportunidad que me hablara, salía corriendo y él me
alcanzaba. Un día decidió mandarme un papelito con una hermanita de él y mi
papa vio cuando me lo entregó. Se puso malicioso y me siguió para ver que hacía
yo. Yo bien inocente me fui al patio a leerlo, pero cuando lo estaba abriendo
me lo arrebató mi papá y llamó a Emilianito y le dijo: Mira lo que le mandaron
a María. Él se puso furioso y dijo: Yo sí veía que él se la pasaba mirándola y
una vez le mandó unos confites. Yo ni
más dejé que el muchacho me mirara, le mande a decir que cuidadito se le
ocurría decirme nada porque mi papa se había dado cuenta”.
Era inevitable que las
Hermanas Zuleta iluminaran los lugares con su estampa, sus figuras, sus rostros
ideales sobresalían y arrancaban cumplidos a su paso; incluso una composición
de uno de los ya consagrados trovadores de la época. Cumplía María sus quince años y como regalo,
su mamá la llevó a conocer Valledupar, epicentro de todo el movimiento de la
comarca, donde se celebraba la fiesta de la Virgen del Rosario, con
escenificación de Las Cargas en la plaza principal. “Era un 30 de abril, lo
recuerdo. Nos hospedamos en casa de tío Enrique Zuleta”.
Era vecina del lugar Julia Vega, una villanuevera popular que tenía un expendio
de cerveza que se convertía en el destino de parranderos trashumantes como Luis
Enrique Martínez. “Él conocía a mis padres, que lo habían invitado varias veces
a la finca Las Puertecitas, pero nunca había dio. Ese día llegó a donde Julia
Vega y se acercó a saludar a mi mamá, que le dijo: Yo vine a traer a mi hija
que cumple quince años y él me dijo muchos piropos, que era muy linda y que
ahora sí iba a aceptar la invitación a la finca porque tenía razones para ir”.
María no lo volvió a ver. Al año siguiente, desde un pick up vecino de su casa
escuchó una canción que llamó su atención: “Conocí
a Maria Zuleta, la hija de Emiliano y Carmen Díaz, el día que menos pensaba
conocer a esa linda bonita. Ella se fue colmada y llena de alegría porque yo
prometí de hacerle una visita. Ahora sí voy a conocer la puertecita, donde
viven Emilianito y Carmen Díaz”. Sí, Luis Enrique Martínez le había
compuesto una canción, “pero no fue ni siquiera mi admirador nunca. Él tenía
como 40 años, yo tenía 15. Nunca fue tampoco a la finca”, aclara la musa.
Son recuerdos que les
sacan risas y nostalgia a las tres y evocan a Emilianito, el hermano mayor,
custodiando rigurosamente la honorabilidad de sus hermanas, porque estaba bien
visto socialmente que la mujer saliera de su casa casada, aunque se daban los
casos en los que ‘se salían a vivir’, como lo hicieron Emiliano y Carmen Díaz. Las
parrandas con acordeón y los novios no eran asuntos para las ‘niñas de bien’.
La llegada de rock and roll y el twist
representaron la redención para las jovencitas que encontraron una puerta de
ingreso al mundo de las fiestas alrededor de la música. “De ahí para acá empezó la cosa a cambiar un poquito,
porque la música de mi papá, la vallenata que fue la que conocimos desde que
nacimos, la teníamos prohibida, era música campesina, música mediocre; nos
gustaba, pero no pudimos participar de ella. Con el twist y el rock and roll hubo
un poquito más de civilización”, refiere María. Organizaban colitas en el patio
de alguna casa e invitaban amiguitos y departían con música. “Mi papa tocaba
caja, guacharaca y acordeón. Cuando Emilianito empezó, era con maracas, redoblante
y bombo, era como una caja. Ya ese era un baile más moderno, nueva ola para la
época. A la juventud nos gustaba ese porque era más civilizado”.
Fueron
jóvenes fieles a sus tradiciones y principios, siempre teniendo como faro el
amor que aprendieron de sus padres. “Ellos se querían mucho”, coinciden, aunque
no desconocen la brecha enorme entre ellos fueron abriendo las parrandas y
mujeres ocasionales de su padre, hasta que un día Carmen Díaz decidió no
aguantar más; tomó sus cosas y a sus hijos y abandonó al que fue su marido por
25 años. “Yo me pegué mucho a mi mamá. Cuando ellos se separaron yo tenía
apenas un año y medio, de modo que no logré disfrutar de ellos (padre y
hermanos mayores); me convertí en la hija de mi mamá, pero también la hija de
mis hermanas”, cuenta Carmen Sara, quien al terminar sus estudios secundarios
viajó a México donde se graduó como odontóloga, con especialización en
endodoncia. Hasta ese país se llevó un tiempo a su mamá, su amiga, su compinche
y su gran dolor cuando murió. “me dio muy duro la muerte de mi mamá”, recuerda,
sin poder evitar la nostalgia en su mirada.
María
y Carmen Emilia, por su parte, habían estudiado con honores el bachillerato,
según los lineamientos sociales de su época. “Las mujeres
estudiaban bachillerato comercial, cuatro años; era con mecanógrafa, salían
como secretarias a trabajar en los bancos”, explican. Una vez hubieron superado
la edad de los amores escondidos, tuvieron novios formales y salieron casadas de su casa. María se casó, dio a
luz un hijo (que murió ya adulto) y se separó y luego parió dos más de un
segundo matrimonio. Hoy vive feliz, rodeada del amor de sus nietos. Carmen
Emilia se casó y parió cuatro tres mujeres y un varón. Carmen Sara no tiene
hijos.
Años
después de la separación, sus padres volvieron a ser muy amigos; él conformó un
nuevo hogar y tuvo tres hijos más: Belisario, Sara y Efraín, de quien afirman
las hermanas lleva en las notas de su acordeón la esencia inalterada de su
padre.
La
mirada de estas mujeres adquiere un brillo especial cuando hablan de su
familia, del privilegio que sienten al pertenecer a ella, de tenerse los unos a
los otros. Pese a que las dos mayores viven en Valledupar y la menor se radicó
en Cartagena, de manera frecuente deshacen los kilómetros y reencontrarse,
darle rienda suelta a sus rituales de amistad suprema; hablan de todo, se
cuentan confidencias, se abrazan, salen juntas, toman decisiones, analizan y
planean formas de apoyar y amar a los suyos.
“El
que nos mueve ahora es Poncho. Antes era mi mamá. Después mi papa, que la
medicina, que el médico, que cómo lo manejamos y ahora es Poncho, el tema
central. Nos encontramos y lo primero que hacemos es preguntar cómo esta Poncho,
dónde está. Es como el líder, el papá, el que nos guía”, manifiesta Carmen
Sara, secundada pos sus hermanas quienes añaden que “lo queremos porque se ha
ganado el amor de nosotras. A él hay que entregarle cuentas de lo que hacemos,
no podemos tomar una determinación sin consultarle, él tiene que dar el visto
bueno para todo. Mamá decía que él era la ‘llave maestra’; es como un papá,
peto también como un hijo. Vivimos pendientes de él, si nos enteramos que está
enfermo, con algún dolor o un examen con alguna cifra anormal, llegamos las
tres a ponernos al frente”.
Así se conducen por la
vida, en conjunto, como una sola, como una entidad que representa el amor de
marca Zuleta; una marca que llevan orgullosas, por la colosal connotación de
ser biznietas de Job Zuleta, nietas de Cristóbal Zuleta y la ‘Vieja Sara’,
hijas de Emiliano Zuleta Baquero y Carmen Díaz, hermanas de Emilianito, Poncho,
Fabio, Mario, Héctor Zuleta Díaz y ser parientes del resto de esta progenie
musical que se extiende a otros talentosos hacedores de arte.
“Es un orgullo que
tenemos. Somos afortunadas de la vida de tener seres humanos tan cercanos, de
ser hermanos de sangre, bendecidas con esa unión de esos hermanos que no es
común tener hermanos así de ese talante. Es una bendición”, puntualiza Carmen
Sara. “Yo lo defino con un verso de Emilianito”, acota Carmen Emilia y comienza
a cantar: “Quien tenga un hermano como yo se encuentra contento en esta vida, y
fue Carmen Díaz quien lo parió, dichosa mamá, Dios te bendiga”.
“Yo definitivamente los
admiro y valoro más como seres humanos que como músicos. Me encanta su música y
sé que son excelentes compositores, tienen mucha gente que los admira como
artistas, pero además de eso son seres humanos con muchos valores, hermanos con
los que nos sentimos protegidos. Yo quede viuda de 26 años y nunca me he
sentido ni me sentiré sola porque cuento con mis hermanos, somos muy unidos,
hay afinidad, confianza amor, y eso lo hace sentir a uno muy bien. Yo me siento
apoyada y protegida y eso produce buena calidad de vida, porque no somos
personas de entrar en depresión, estrés, crisis, que eso está de moda, eso es
para gente que está vacía; nosotros estamos llenos los unos de los otros,
llenos de amor. Se nos murieron papa, mamá, dos hermanos, mi hijo, pero
quedamos los otros, a pesar de todos esos huecos que van quedando de esos seres
de tan adentro, pero se van llenando con la unión, la armonía y el amor que nos
tenemos”, concluye María.
Verlas juntas,
conversando, actuando, amándose, es adquirir la calidad de testigo de las
manifestaciones intangibles del amor y la amistad, de la apropiación del legado
ancestral, de la valoración del patrimonio personal, que para ellas no es otra
cosa que la familia Zuleta, en la que “se sufre, se goza y se vive feliz, hay
ratos solemnes y otros de agonía”, que no es perfecta, que está conformada por
humanos al fin, pero que en definitiva prevalece siempre los valores del amor,
el agradecimiento, el respeto y la amistad, que son inherentes a sus genes y
que son fuente de inspiración para construir Relatos de Un Patrimonio Que se
Canta.
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