"Está brisando”.
Pronunció la frase y con un suspiro profundo se recostó sobre el espaldar del sofá, mientras la brisa de abril le acariciaba sutilmente el rostro.
Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y una sonrisa casi imperceptible dibujada en el rostro, embebido en un silencio que sólo era interrumpido por la danza de las hojas de los frondosos árboles de mango que espontáneamente soltaban frutos que se golpeaban al caer al pavimento.
Siguió en silencio. Se veía extasiado en su posición. Luego, sin abrir los ojos y sabiéndose dueño único de la respuesta, preguntó: “¿Usted sabe lo que es una tarde de sol en el campo verde, y que de pronto pasa un nubarrón y cae una llovizna? Eso es la primavera… Sí, soy muy amigo del campo”.
Así comenzó aquella mañana en la que Leandro Díaz Duarte habló del clima, de catástrofes naturales y de ‘cualquier cosa’; meditó acerca de su vida actual y relató vivencias añejas; contó chistes, entonó algunos de sus cantos y rió a carcajadas de detalles pasados y presentes que han marcado su vida.
Hoy vive días de reposo, sin las premuras que lo perseguían de cerca en su niñez, las cuales logró conjurar, después de muchos años, a punta de pensamientos cantados y también de la fortaleza que desarrolló como mecanismo de defensa contra los embates sombríos de su infancia.
“Aquí en el trópico casi no llueve duro en la primavera”, insistió, dejando ver la trascendencia que para él tiene esa estación del año, a la que ha estado ligado desde su nacimiento en ‘La casa de Altopino’, el 20 de febrero de 1928, aunque en su entorno sean imperceptibles los cambios climáticos distintos al verano y el invierno.
Y es que su vida misma ha tenido itinerarios por veranos, otoños, inviernos y primaveras, estaciones que se materializaron en su humanidad desde su infancia, en la que hubo fuertes sequías, con carencia de afecto, cuidados y muchas otras cosas, pero sobretodo sin la luz en sus ojos, por lo fue confinado a un universo en tinieblas en el que debió soportar los violentos tropezones de una niñez ‘a tientas’, el abandono de sus padres durante sus primeros años, pues “nadie se ocupada de mí, me dejaban solo; yo era como un retoño perdido”, recordó y confesó que en esa época “lloré mucho”… Hoy habla poco de esa historia, y tampoco es necesario que lo haga, pues cada una de sus vivencias está relatada con detalle en sus canciones.
“Y ese niñito nació para aumentar la familia
pero que grande dolor sintió su madre querida.
En una tarde serena, debajo del azul del cielo
se descifraba el misterio, el niño tenía una pena”.
Esa pena se extendió a lo largo de sus años, con días de otoño, en los que experimentó con dolor la ‘caída de sus hojas’, pues crecía con una infancia atípica, cada vez más solo, haciendo cucharitas de palo y totumas con una navaja, limpiando ‘al tanteo’ los alrededores de la casa para sentirse útil, pero también teniendo siempre encima la mirada burlona de la gente que en vez de ayudarlo, cazaba sus equivocaciones para reírse otra vez.
Poco a poco Leandro fue ‘somatizando’ su pena, poniéndole música a todo lo que salía de su alma, cantos como ‘Quince de julio’, en el que descargó toda la tristeza y el resentimiento hacia su familia, por haberlo abandonado a ‘la buena de Dios’, el mismo que -al igual que sus penas- ha quedado en los rincones olvidados de su pasado. Por eso cuenta a ‘La loba ceniza’ como su primera composición.
En medio de la jornada de remembranzas, Leandro Díaz entonó una estrofa diciente:
“He sufrido mucho en esta vida
dirían que es mentira si yo no cantara.
si la pena matara en seguida
ya de este hombre nadie recordara”.
Se refería a los sufrimientos y desengaños que lo ayudaron a convertirse en un hombre, pues considera que éstos son necesarios para forjar el carácter… Y siguió explicando con su canto:
“Y cuando quiero flaquear
siento que Dios no me deja.
luego me pongo a cantar
le doy alivio a mis penas”.
En esa época gris también hubo amigos que le regalaban mangos, naranjas, guineos y plátanos amarillos. “Ellos sabían que me gustaba el dulce”, recordó el juglar, al tiempo que se ‘internó’ más adentro de sus reminiscencias. Aparecieron entonces en escena nombres gratos como Casiano, Francisco Vidal y Rafael Carrillo; por la casa de este último debía pasar de camino hacia San Esteban, la finca cafetera de su madre María Ignacia Díaz. “Él (Rafael Carrillo) me amarraba del burro con un hico para que yo no me cayera”, dijo e hizo un relato que da cuenta de su encuentro con los sonidos, con el sol, con la radio y la música.
Fue una época de mucho aprendizaje. Es por eso que sabe Leandro Díaz diferenciar los sonidos de la noche y del día, del verano y del invierno, sabe que en tiempos de sequía hay brisa y que ésta cesa cuando se acercan las lluvias.
El descubrimiento de la radio fue trascendental porque no sólo lo ayudó a pulir su expresión, sino que lo alimentó del contenido de rancheras, tangos y boleros.
Pero la más grande revelación para ‘El ciego de Nacha’, como algunos le decían, la tuvo en sus viajes entre pueblos, andando en los carros, en los que descubrió que podía cantar y que además podía ganar dinero con sus cantos, se dijo entonces: Este es el sendero por el que voy a enrutar mi vida. Cantaba a capela y después lo hacía con una violina que le obsequió un “buen hombre”.
Fue así como empezó a florecer para Leandro la primavera, en la que se estacionó hasta convertirse en un compositor de renombre por la región del Magdalena Grande.
Desde la llegada de sus ‘primeros pesitos’ adoptó la costumbre de darle regalos a su madre. Se hizo cantante oficial de una agrupación (Las Tres Guitarras) y con el tiempo sus canciones alcanzaron un sitial de honor en el que se quedaron para siempre. Amó profundamente a Clementina Ramos, la mujer que lo acompañó por muchos años, que le dio retoños y que hace dos años de fue a la eternidad.
Con sus obras escribió, en forma cronológica, el guión para la película de su vida, siendo él el protagonista. Ahí están plasmados todos y cada uno de los detalles de su existencia, desde el momento de su nacimiento “una mañana cualquiera allá por mi tierra día de carnaval”, pasando por su niñez, adolescencia y adultez; contando de sus penas y desengaños, de los amigos de verdad y también de aquellos ‘promeseros incumplidos’, hasta llegar a su época actual en la que vive días de sosiego, componiendo como siempre lo ha hecho, como sólo él sabe hacerlo.
- ¿Qué le falta por hacer?
- “Yo ya hice todo lo que iba a hacer”
Luego de esta respuesta, meditó un poco y comenzó a silbar, para luego dejar salir otra vez su canto:
“Una tarde estaba sentado contando los cien eslabones de mi cadena, llegó una migo y le dije aquí agobiado por las penas que me sentenció el destino. Que ninguno se entere de mis dolores”.
Explicó que se trata de un “homenaje a mis sentimientos”. Es conciente de que sus penas son prueba superada, de que ahora está ‘por encima del bien y del mal’, sin dolores ni desengaños, disfrutando del infinito amor de su hijo Ivo, la extensión de su ser, con el agradecimiento del universo entero por haberle enseñado a la humanidad que lo verdaderamente hermoso es lo que se ve con los ojos del alma.
Cuando el sol alcanzaba su cenit, Leandro Díaz se recostó al espaldar del sofá y otra vez cerró los ojos, proyectando una tranquilidad en la que sólo tenía cabida el silencio. No hubo más preguntas.
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