Nichos de la guerra

El paisaje que se divisa en el horizonte enternece a los hombres que bajan de sus hamacas con un frío empotrado en los tuétanos y olor a café caliente metido en su subconsciente.
Allá arriba, a dos mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar, experimentan una sensación espiritual que desecha las palabras y los mantiene en un silencio místico, quizás infundido por el quehacer los trepó en lo alto de la montaña.
Hace ya dos días se despidieron de sus familias y compañeros de oficina en el contexto urbano para partir hacia la ‘abrupta’ serranía, con la tarea de descubrir los nichos de la guerra. En su misión hay dolor y esperanza porque al final de la misma verán otra vez a personas llorando con una tranquilidad agridulce que seguramente perdurará hasta muchos días después de sepultar los restos desenterrados de un familiar.
El desayuno de bollo limpio, huevo criollo y agua de maíz, preparado por las lugareñas, disipa un poco el antojo de café y los recarga de energías para seguir cavando huecos infructuosos que los hacen perder la certeza de cuándo será su regreso a casa. “Toca buscar hasta que encontremos algo”, explica Harold. 
Es un día de arduo trabajo. El sol picante pierde protagonismo ante el frescor que da la altura de los cerros, pero el ejercicio físico produce un calor, sosegado con agua racionada, toda vez que es imperativo ahorrar la provisión porque no se sabe qué tan larga será la estadía en la Serranía.
Aunque cuando se ‘meten’ en sus labores, los investigadores, antropólogos, odontólogos, morfólogos, topógrafos, fotógrafos, soldados, policías, guías y familiares, pasan por alto la hora del almuerzo y solo se acuerdan de alimentarse cuando sus estómagos pegan gritos que los obligan a soltar picos, palas y demás instrumentos de excavación para ‘chuparse los dedos’ con un arroz de atún con sazón militar, que consumen iluminados por los colores rojizos del crepúsculo.
Ya es tarde, la luz del día comienza a ‘decir adiós’ y Harold se lamenta porque tiene esa corazonada que le da cuando están a punto de encontrar la fosa, pero habrá que esperar la luz del día siguiente para seguir buscando. Será una noche más de mosquitos, garrapatas, culebrita mata caballo y hamaca sin almohada. “Mañana será otro día”, dice a sus compañeros mientras suspira y recuesta la cabeza en su cama colgante.

Unos restos óseos hallados a primera hora del día señalan el sendero de regreso a casa. El final de la búsqueda da inicio a un episodio que a todos les gustaría obviar porque, “uno nunca sabe cómo van a reaccionar los familiares cuando encontramos los restos”. Total cordura acompañada de palabras de agradecimiento, ataques de llanto, conductas agresivas y hasta infartos; cualquiera puede ser la reacción de los dolientes cuando se encuentran de frente con los huesos de sus parientes y más, en ocasiones como esta que se evidencia que los cuerpos fueron desmembrados y no se hayan todas las partes.
“Esa camisa era de él”, llora el hombre al que hasta ese momento le habían notado una fortaleza pasmosa, la cual se va desmoronando a medida que sacan las prendas embarradas y los huesos, tan frágiles que amenazaban con resquebrajarse.
Esa noche, Harold se da un baño largo y consume un plato de sopa caliente, esta vez con sazón casera, antes de irse a la cama. “Mañana será otro día”, suspira otra vez y apaga la luz.

Podría pensarse que ya Harold está habituado a encontrar escenas aterradoras después de ver tantos cuerpos desmembrados; que su sensibilidad de ha congelado, pero no; él también se estremece cuando se encuentra con cuadros de crueldad que lo hacen sentir pavor por los alcances de maldad del ser humano. “Un niñito que habían reportado como desaparecido, lo encontramos en un cerro, con ropita de tierra fría (recuerda los colores de la ropa) con la cabeza espichada con una piedra. Eso nunca se me olvida porque después nos dimos cuenta que la mamá lo había matado”.
No es grato estar siempre en contacto con el dolor, con la muerte, con la incertidumbre de buscar sin saber si va a encontrar o cuándo va a terminar el viaje. “Un día habíamos caminado montaña arriba y después de más de cinco horas nos dimos cuenta que estábamos perdidos”. Todo esto porque a veces los informantes no tienen claras las coordenadas y llegan a relieves que los confunden: “Yo creo que es aquí, es que quitaron el palo que estaba ahí”, haciendo que la comisión cave hasta 25 hoyos para descubrir que ahí no era.
Pero pese a todas las implicaciones que tiene, Harold seguirá haciendo su trabajo, exponiéndose a los peligros que van mucho más allá de los que esconden las montañas del Cesar, a enfermedades tropicales –en su cuerpo muestra las cicatrices de las garrapatas- a la reacción de los dolientes, a las vegetaciones agrestes y tiempos lluviosos que les llenan las fosas de agua, a las ausencias familiares. Sabe que es un trabajo ingrato, pero “alguien tiene que hacerlo”.
Mañana será otro día. 

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