“Ese que escribe versos
repletos de verano
estando en primavera
ese soy yo”
Rosendo Romero.
Al atravesar el puente se asomó por la ventana del carro y se conmovió
por el paisaje: El río es un playón con monte que crece entre las piedras de la
orilla y una ‘lágrima’ que le corre por el centro. Suspiró y dijo: “Voy a
hacerle una canción al río, porque me dio mucho cuando yo era niño”.
Estuvo melancólico el resto del trayecto que lo llevaba al entorno
de su infancia, donde se encontraría con amigos, compadres, recuerdos alegres y
también con todas las transformaciones que el paso de los años, el peso de la
violencia y las desidias del hombre le han causado a su mundo.
Miraba a lado y lado de la carretera y extrañaba los cultivos de
antaño, los de antes de los químicos de la bonanza algodonera y de que llegara el
conflicto armado a imponer un nuevo orden social y a cosechar los frutos de todo
aquello que los agricultores sembraban. “A esto le decían El valle de los
conejos”, comentaba y hacía referencia a un pájaro llamado La Flotica, que
volaban formando nubes, ante la mirada embelesada de los niños. “Es muy verraco
seguir con esta guerra que no sirve para nada”… Guardó silencio hasta que entró
en el pueblo y alguien desde una bicicleta en movimiento le gritó:
-¡Compadre Chendo!
- ¡Oiga Compadre, que más!, respondió él saludando con la mano al
aire.
Un momento después, estaba sentado en una terraza en el barrio El
Cafetal. Es una casa grande, con ventanas a ambos lados y unos escaloncitos que
propician el acceso a la puerta principal, la cual estaba cerrada porque ya
nadie la habita.
“Aquí nací yo”, dijo y comenzó la narración de su existencia como
si se tratara de un libro, con capítulos que dan cuenta de alegrías, fantasías,
amistades, amores y desamores, de usos y costumbres ancestrales, de la pertenencia
del territorio, de canciones, despedidas y encuentros, de noches sin luceros, de lunas de junio…
Era domingo (14 de Junio de 1953) De la casona de los Romero
Ospino salió la noticia de que Ana Antonia había alumbrado y que la criatura
era otro varón, el cuarto que le daba a su marido Escolástico. Hubo alegría
porque de nuevo se había obrado el milagro de la vida; y se regó la noticia de
que el niño llevaría por nombre Rosendo, igual que su abuelo.
Ahí creció, rodeado de sus hermanos en una familia con carencias
económicas, pero con riquezas celestiales, de esa que él mismo lo describió más
tarde en una de sus canciones. Era El cafetal un barrio habitado por la gente que sembraba café el
Cerro Pintao. Los
hermanos Romero Ospino nutrían su
ser con todo lo que el entorno les proporcionaba: “Yo sembré café, colé café y
despulpé, lo escogí, lo saqué del corte”; atravesando patios de madrugada para
tomar una taza de café recién colado por la abuela, o saltándose las tapias de
los patios para ver a Poncho Celedón aceitando sus armas. Alimentaban
diariamente su espíritu con las notas del acordeón de su padre Escolástico, pero
sobretodo de su tío ‘Peyo’, miembros de un linaje becerrilero que habían
decidido anclar su barca en Villanueva, sur de La Guajira, y sembrado allí la
semilla de una estirpe de músicos que hoy es reconocida como una de las grandes
dinastías del folclor vallenato. Los hermanos aprendieron el arte del acordeón
y hoy por hoy uno de ellos – Israel- ostenta el título de mejor acordoenista
del mundo, calificado por
las computadoras de la Universidad de Maryland en Estados Unidos. “Es que si tú
miras, los primeros Grammy del
vallenato entraron por aquí, por El Cafetal.
Detuvo por un momento su relato y se sumergió en el ejercicio
de secado del café en una calle de su barrio. “Todo esto lo hacía yo”, dijo y
luego se trasladó a casa de su amigo y compañero de serenatas Rodrigo Guerra.
Un abrazo fuerte de reencuentro evidenció los fuertes lazos que unen a dos
protagonistas de una amistad de casi medio siglo, que se sentaron debajo de un
árbol de fortín para hablar del pasado, el presente y el futuro, de las
parrandas cuando aún no había energía en el pueblo; “Eran parrandas sanas,
motivadas por la amistad, reunión de amigos para compartir, estrenar canciones
y de pronto serenatear a alguna muchacha que cualquiera de nosotros tuviera en
la mira”.
Entonces se abrió el capítulo de Rosendo Romero: El compositor,
enamorado eterno de la poesía, del amor. “La poesía me hacia buscar el amor”. Así
empezó a componerle a todo: A la placita de El Cafetal, a las parrandas
menguantes de su pueblo, a las mujeres de su barrio, a todo lo que dejó atrás
un día que se marcó de su pueblo, dolido por las trampas que otros le pusieron
a un amor que era puro. “Me fui para Cartagena a estudiar porque decían que no iba
a servir para nada. Estando allá ella se comprometió con otro hombre y ahí sí
que recibí el tiestazo final porque aspiraba que regresara y la encontrara aún
libre”. Entonces siguió estudiando. Ya en Villanueva había cursado hasta tercero de bachillerato en
el colegio Nacional Roque de Alba. Así, cursó hasta cuarto de bachillerato en el
colegio Nacional Liceo Bolívar de Cartagena; se graduó de bachiller en el
colegio de la Universidad Libre de Barranquilla, y cursó tres semestres de sociología en la Universidad Autónoma del
Caribe.
Fue un tiempo
en el que su inspiración estaba a flor de piel y escribió versos repletos de
verano, estando en primavera; quiso morirse
como mueren los inviernos, bajo el
silencio de una noche veraniega; experimentó la sensación de tener algo en él
que estaba muriendo sin sentir dolor, quiso que las horas en silencio se
detuvieran en su voz como
abriéndole una herida e invitó a envió un mensaje de Navidad que se ha
mantenido vigente por más de tres décadas… Y muchos otros enamorados,
románticos, nostálgicos, poetas se identificaron con sus versos.
Desde
que se conoció su primera canción ‘La custodia del edén’, quienes la escucharon
supieron que sus versos trascenderían fronteras geográficas y del alma porque
en las cosas que dice subyace un sentir colectivo que genera una identificación
con su obra, que es la obra que traduce sentimientos universales.
“Tiempos
aquellos compadre”. Rosendo bebió el último sorbo de café, dio un abrazo de
despedida a su amigo Rodrigo y subió a una mototaxi, para hacer un recorrido
por las calles de su pueblo, mientras va señalando los lugares emblemáticos de
su vida.
“Mira,
por ahí pasaba el río y nosotros lo sentíamos desde la casa. Ahora es una
lagrimita, porque caen las lluvias y él no reacciona” y reiteró. “Tengo que
hacerle una canción al río”.
Llegó
la hora de regresar a Valledupar. Al día siguiente debería concentrarse en los
estudios donde estudios de grabación para los últimos detalles de una
producción musical que pronto saldrá al mercado con quince canciones inéditas
de su autoría interpretadas por destacados cantantes y acordeoneros, que se
sumarán a las 175 que ya le han grabado.
La añoranza lo puso feliz. Regresó tatareando canciones de Daniel
Celedón, de su tío, de sus hermanos; se hizo retratar con el Cerro Pintao de
Fondo y compró guineos serranos en una carretilla…
“Sabes” - dijo finalmente este hombre de 60 años - “cuando
cumpla ochenta años, le digo a Dios que estoy listo, que puede llevarme en el momento
que disponga”.
v Rosendo Romero hace parte del grupo
de trabajo que gestiona la declaratoria del vallenato tradicional como
Patrimonio Inmaterial de la Nación y de la Humanidad.
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