“La junta es un bello pueblo donde nació Diomedes
donde todo el mundo lo quiere y lo aclaman cuando llega”
Diomedes Díaz
¿Y
usted cuando va a cerrar este duelo?
“Ay hija.
A mí esta tristeza nunca se me va a calmar. Es que yo nunca me voy a olvidar a
él”.
El
rostro de Chabelita denota una tristeza de muchos días. Es una mujer fuerte y
añosa, cuyos ojos se humedecen al evocar al que considera su amigo por siempre,
su hijo, su hermano, su familiar; su ídolo ausente.
“Yo
no creía cuando decían que se había muerto. De pronto se oyeron los sollozos. Escuché
el requiebro de Ocha y la vecina le dijo a la hija mía: Ve Beatriz Elena, que
se murió Diomedes… La Junta se puso triste como usted no cree. Apagaron la música
y nadie la volvió a prender”.
La
noticia había llegado primero a oídos de Rosa Elvira Díaz, Ocha, cuya casa está
ubicada en una esquina de la plaza del pueblo, su llanto atravesó el espacio y
entró a la de Isabel Cristina Hinojosa, Chabelita, situada al otro lado, detrás
de la tarima, alrededor de la que las unían momentos de alegría y celebración,
algunos de los cuales tenían como protagonista al causante ahora de sus
lágrimas.
En
minutos el duelo se regó por el mundo: Diomedes Díaz Maestre había muerto. Sus
fanáticos expresaban su pesar de diferentes maneras: Con llanto, sonando su
música, vistiendo prendas alusivas a él; pero allá en La Junta todos se
sumieron en un silencio colectivo, de dolor; era un silencio espiritual, de
lamento porque “es que él era de esas personas que uno cree que nunca se van a
morir, que van a ser eternos”, solloza Chabelita, quien desde ese veintidós de
diciembre asumió un duelo que asegura la acompañará hasta el final de sus días.
“Uno cada vez lo va recordando con más tristeza, porque uno tiene la certeza de
que ya no está… La Junta no está alegre”, reitera.
Evoca
la mujer los pueblos que viven duelos perpetuos, en los que la brisa arrastra
la tristeza de las gentes y le impregna a todo una sensación de sopor, como si
el tiempo transcurriera más despacio para evitar que el dolor se alejara
rápido. La constante en esos pueblos es que han sufrido afectaciones como
masacres, desplazamientos, incursiones armadas y otras manifestaciones de la
guerra; pero no ocurrió así en La Junta. Ahí estaban todos; pero se había
marchado la alegría que sentían ellos de saber que en cualquier momento él iba
a aparecer de sorpresa en casa de su hija Ocha, iba a saludar a Chabelita, a
sus familiares cercanos y lejanos y otros amigos, antes de seguir a descansar
en la ‘Casa de dos plantas’ en Carrizal. Era razonable ese sentir, pues si bien
Diomedes Díaz no vivía en su pueblo, sí lo estaba su esencia, esa parte de él
que se convirtió en referente territorial y que nunca dejó de estar allá.
La última
vez que Chabelita lo vio, él le dio un abrazo y un beso; el último beso. Le
dijo que era como su segunda madre. Esta imagen ha sido constante durante estos
días en esta mujer, sobretodo en las tardes cuando se sienta en el patio de su
casa y pasan forasteros con diversos acentos preguntándole dónde queda la ‘ventana
marroncita’ o qué ruta deben tomar para llegar a Carrizal. Algunos se detienen
en su casa para indagarle detalles de la vida de Diomedes Díaz. Entonces ella
les cuenta lo orgullosa que está, que están los todos habitantes de La Junta,
de haber sido paisanos de ese ‘Cantor campesino’ que con su canto logró que el
nombre de un pueblo que no aparece en los mapas, traspasara las fronteras del
mundo y atrajera visitantes de los lugares más recónditos para recorrer los
pasos de su niñez. Luego los forasteros, preñados de historia y nostalgia,
cogen camino para Carrizal, la finca que está en dirección a Patillal, sobre
lomas y sabanas, donde nació Diomedes.
Es
La Junta uno de los diez corregimiento de San Juan del Cesar, situado entre La
Peña y Patillal, sobre un valle que besa las estribaciones de la Sierra Nevada
de Santa Marta. Es un pueblo en calma, de calles desérticas y vegetación
grisácea. Muchos de sus habitantes han emigrado hacia otras ciudades; otros han
nacido y crecido ahí; donde además han sepultado a sus ancestros y esperan ser
sepultados ellos. En su historia hay relatos antiguos, de mediados del siglo
dieciocho, acerca de hatos ganaderos tan
inmensos que debían clasificar los animales por su color; de casas de barro y
paja, noches iluminadas con mechones de querosene; de cultivos de arroz, yuca,
plátano y otros elementos de pancoger; de una evolución territorial sosegada,
cuya calma fue sacudida por una bonanza engañosa y fugaz de una ‘mala hierba’
que terminó desplazando por un tiempo la vocación agropecuaria del pueblo y
dejando luego sólo la ilusión de una riqueza pudo ser y no fue. Después La
Junta, y los otros pueblos, retomaron sus rumbos y tradiciones. El regreso de
la calma se notaba en el semblante de los junteros cuando se sentaban a tardear
en las terrazas de sus casas o a la sombra de los árboles.
Así,
tardeando en la terraza de su casa, estaba sentado hace poco Gustavo Sierra,
uno de los viejos del pueblo, quien tiene un presente reposado y un pasado
repleto de narraciones que dan cuenta de las transformaciones de un caserío que
dejó de ser anónimo, para volverse famoso, por cuenta de un muchachito que él
se acostumbró a ver recorriendo las calles, con el cabello sobre las orejas,
una gorra de medio lado y vestido con pantaloncitos armados con pedazos de
varias tela rescatados de otros pantalones; que perseguía las parrandas de los
grandes para aspirar a un chance de que su voz fuera escuchada.
“Eso
hace tiempo ya. Todavía el mundo era mundo. Era el tiempo en que era un problema
darle un besito a una mujer, la palabra valía más que cualquier cosa y se
mataba por la honra”, dice Gustavito, como por la fuerza del cariño terminaron
llamándolo a este hombre, que tuvo el primer conjunto de acordeón en La Junta,
llamado ‘Los Cebollines’.
Fue
la época del niñito que hacía la travesía desde la finca El Carrizal para
llegar a La Junta, donde tenía la oportunidad de embelesarse con las notas del
acordeón de Gustavito, que con Luis Alfredo Sierra, Luis Eduardo o Piyayo y
Cate Martínez se iban a cantar serenatas a las ventanas de ‘muchachas bonitas’;
la misma travesía que hizo años después, por impulsos del corazón, para
detenerse al pie de una ventana de color marrón.
De
vez en cuando, Gustavito le daba un chance a Diomedes para que cantara una o
dos canciones, que generalmente eran de Calixto Ochoa. No le apostaba Gustavito
a que ese muchachito que llegaba a darle lidia a su conjunto se fuera a
convertir en Cacique del pueblo. “No pensé que de La Junta fuera a salir algo
tan grande”, dice, pues aunque declara que no era fanático de Diomedes Díaz, asegura
que con su muerte “se acabó el vallenato. El único que movía gente de donde
estuviera, así fuera de debajo del mar era Diomedes”.
Y no
es que Gustavito desconozca a otros grandes del folclor, ni mucho menos a otros
protagonistas sanjuaneros como Máximo Movil, Hernando Marín, Isaac ‘Tijito’
Carrillo, Jacinto Leonardi Vega, Marciano Martínez... Es que asegura que
Diomedes era distinto y que fue por él por quien el mundo supo que existía un
pueblito llamado La Junta.
Son
evoluciones que viven los pueblos no en su parte física, pues La Junta no se
han dado las manifestaciones materiales de la modernidad; sigue teniendo sus
calles de cascajo; sus casas han evolucionado poco y no hay grandes infraestructuras.
Pero aún así, su nombre está sembrado en la retina del mundo entero.
Es
La Junta uno de esos pueblos que se han redimido del anonimato, a través de su
música. “El mundo no sabría de La Junta y menos de esa casucha que es Carrizal,
si no fuera por Diomedes Díaz”, precisa el investigador y escritor Abel Medina
Sierra, quien dice que entre otras cosas, la música es un hecho estético.
“Diomedes hizo que la gente se sintiera atraída por conocer a la Junta, por
tomarle fotos a esa ventana marroncita, y ese entorno apacible, entre La Junta
y Patillal, entre lomas y sabanas, que él pintó en sus canciones se volvió un
imaginario nacional”.
Precisa
el investigador que antes de Diomedes había muchos músicos en La Junta, con una
tradición fuerte de décimas, “pero fue Diomedes quien hizo que la gente mirara
hacia allá; de hecho la primera canción de Diomedes, un éxito que le grabó
Poncho Zuleta, es hecha en décima. Con Diomedes se abre la ventana para que La
Junta se asome al mundo y se fue, pero dejó esa ventaba abierta”.
Por
su parte el musicólogo y también investigador Roger Bermúdez Villamizar se
refiere a la herencia que le dejó Diomedes a los suyos en su tierra natal; una
herencia intangible producto de su canto; “su deber era cantar y lo hizo muy
bien”, dice y añade que si se apropia o no de ese legado depende de la sociedad
y que es esa sociedad la que de preguntarse qué implicaciones tiene lo que hizo
Diomedes con La Junta; así como Gabriel García Márquez con Aracataca o Juan
Piña con San Marcos.
Y
Diomedes pudo haber aportado a la construcción de obras en su pueblo. Es lo que
piensan muchos de sus paisanos, como Beatriz Elena Cassiani, hija de Chabelita,
una prima lejana del cantante, que aprendió a quererlo con la fuerza de los
vientos huracanados, con el corazón, y a defenderlo contra todo lo que no fuera
positivo para su nombre, así en la vida del ídolo hubiera episodios no muy
claros. Asegura Beatriz que “si nosotros le hubiéramos presentado a él un
proyecto y le hubiéramos pedido que nos apoyara, estoy segura que él lo hubiera
hecho”. Pero el consenso es que esa no era su misión, que la que suya la
cumplió muy bien: Fue cantar y enaltecer a su pueblo mediante sus canciones.
Bien
entrada la tarde, Chabelita recoge los pocillos del tinto y se entra a su casa,
arrastrando con su manda el aire impregnado de luto que cobija hoy a La Junta,
donde Diomedes Díaz influyó en forma determinante en la configuración cultural
del territorio; un territorio que, a través de los cantos de su ‘Cacique’, fue
redimido del anonimato
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