A medida que el carro avanzaba, la mujer experimentaba una
sensación inexplicable, como de sosiego, de paz. “Qué bueno… Se siente más
fresco el ambiente y hay brisa”, expresó, mientras se recostaba en el espaldar
de la silla y dejaba que su mirada se perdiera en el horizonte, que se le antojaba
muy distinto y distante al de Valledupar, pese a la cercanía entre ambos
lugares.
No era la primera vez visitaba a este paraje, pero se extasiaba
como si nunca hubiera visto la lomita de piedras atravesada por la carretera
antes de llegar, el arroyo de La Malena, el puentecito pueblerino, las calles
bucólicas que la embelesan siempre y le despiertan un raudal de interrogantes,
siendo el más fuerte de ellos: “¿Qué es lo que tiene este lugar que me embruja
de esta manera?”.
“Déjeme aquí por favor”, le dijo al conductor y descendió del
vehículo, llevando terciada una mochila tejida por indígenas de la Sierra
Nevada, gafas de sol y una cámara fotográfica en sus manos. Se situó en medio
del Parque de los Compositores y en un movimiento casi involuntario se deslizó
haciendo rondas entre las monedas con las que se rinde homenaje a los poetas
nacidos en ese edén. No las conocía; las revisaba por cara y sello y se encontraba
con historias que conoce muy bien a través de cantos, ligadas a los
protagonistas de los mismos, cuyos rostros le mostraban los monumentos. Son
poetas todos nacidos en ese pueblito que le atrapa los sentimientos… “Estoy
segura que en el paraíso deben haber callecitas y montañitas como estas”, pronunció
en voz alta, sin dirigirse a nadie.
Como una conspiración del destino, escuchó a lo lejos una
melodía que por alguna razón la puso melancólica, como si se apropiara de un
duelo territorial ajeno, de ausencia de la patria chica: “Lucero que vaga errante sin decir nada, tarde
de diciembre linda que oye mi pena, quisiera decirles amigos cuantos los quiero
y en cada verso llevo un recuerdo, de chorros mansos de la Malena; que llevo
dentro muy dentro el sabor a pueblo de tanta brisa en los aguaceros y tanta paz
que hay en mi alma buena…”.
Fue entonces cuando quiso
encontrar respuestas, despejar interrogantes, conocer la historia de ese lugar
fecundo en poetas, remanso de paz y colonizador de corazones.
Su encuentro con Juan José Corzo,
un hombre que se ha convertido en la memoria del pueblo, fue determinante, pues
si bien no le ayudó a resolver su interrogante mayor: ¿Qué es lo que tiene Patillal que
inspira tantas cosas?, sí le dejó la certeza de que la respuesta no es algo que
se exprese con palabras, porque sólo puede discernirse en los sentimientos.
“Patillal tiene un no sé qué” fue
la respuesta más precisa que logró Corzo, quien hizo un relato histórico a la
mujer, que entonces ‘viajó en el tiempo’ y se encontró en el tercio final del
siglo dieciocho con una sabana sembrada de patillas silvestres, que al no ser
cosechadas endulzaron la tierra escogida por dona María Antonia de Nieves Mojica de Maestre,
una española que después de pernoctar en Villanueva y Valledupar, fue cautivada
por los encantos de ese paraje. Era una mujer perteneciente a una cofradía
franciscana, por lo que el patrono del lugar fue San Francisco de Asís, desalojado
después por la Virgen de las Mercedes.
Con esta información, la mujer empezó a relacionar cosas.
Entendió el origen del apellido Maestre y ligó sus cualidades poéticas directamente
al pasado de ese territorio, con el silencio de la serranía cercana, con el
entorno pastoril, con la vida rural. “Algunas vez le pregunté a Chiche Maestre
(José Alfonso) por el origen de la melancolía en sus canciones y me dijo que
tal vez estaban relacionadas con el ambiente en el que nació y creció, que le
ha inspirado varias poesías cantadas y hacia el que mantiene siempre despejada
la ruta de regreso.
En este punto recuerda que tampoco Emilia Daza, compositora
prolífica, ha logrado desentrañar el misterio que tiene su pueblo: “Patillal es
un pueblo mágico. No sé qué tiene. Imagínese que tengo años de estar
componiendo una canción y sólo he hecho una estrofa; no hallo más qué decir”.
De esta manera, la forastera entendió el lio tremendo que debió tener el poeta
José Hernández Maestre, hijo de ese edén, que no tuvo más remedio que
describirlo como “una melodía, que al oírla nos provoca cantar”, una
descripción que coincidía con las sensaciones que estaba viviendo ella.
Una visita no alcanzaba para rememorar las tres mil canciones
(aproximadamente) que han salido de la inspiración de patillaleros, que le han
cantado a sus paisanos idos, a estrellas con brillo incomparable, al limítrofe
Badillo, a los nubarrones y aguaceros, a las mariposas de la Malena, a las
cacimbas que hoy son un recuerdo, así como los tiempos en que se volaban cometas impulsadas por brisas que
enviaba San Lorenzo, al Cerrito de las Cabras y al de La Falda, puntos de
referencia del pueblo abrazado por el arroyo La Malena, que por una coincidencia natural baña ambos
extremos del pueblo y por sus aguas han viajado cotidianidades que hoy perduran
en el recuerdo de los lugareños y en uno que otro poema cantado, hechos por
hombres que se abrevaron de las mismas.
“¿Tres mil canciones? Eso es más que los habitantes del
pueblo (dos mil quinientos)” dijo y concluyó: “El entorno entonces es lo que
hace que las personas de este lugar sean así tan sensibles, humanas,
hospitalarias y de verso fácil”. Lanzó un largo suspiro, mientras posaba en la
plaza principal para hacerse retratar con el cerro La falda en el fondo y la
brisa fresca de la sierra que a esas horas de la tarde bajaba con fuerza y le
revolvía el cabello, generándole una sensación de paz que logró atemperar su
alma. “Volveré”, prometió, desde el carro que la llevó de regreso a Valledupar.
Ha regresado muchas veces a Patillal después de ese viaje
para conocer otros sitios emblemáticos como ‘El pozo del oscuro’, ‘Sabana del
toro’ y ‘El pasito de las mujeres’; para escuchar a Juan José Corzo contándole
historias sexagenarias de un balconcito en el que se citaban las parejas para
calmar sus urgencias de amorosas o la virgencita que es testigo mudo de
romances hoy añejos; para visitar la casa de Elsa Molina, conocer la cuna de
Escalona, andar sobre los pasos de Freddy Molina, Octavio Daza, Rafael Escalona
y otros que ya no están; ver andar por las calles destapadas a Joselina Daza o
apreciar los monólogos de ‘Galupo’, personificando a un comandante de
aguerridos ejércitos o al galán de una película taquillera del cine mundial.
Compara el Patillal de hoy con el pueblo de la historia y lo
encuentra físicamente distinto, con jardines por doquier, con servicios
públicos, con casonas de patios amplios sembrados con cultivos de pancoger, con
buen servicio de transporte y diversas manifestaciones de la modernidad; no
obstante, cada vez tiene más fuerte la certeza de que la magia que viaja con la
brisa permanece intacta, de que la dulzura de las patillas sigue sirviendo de savia
inspiradora a las personas que ahí nacen y viven y que aún se despiertan con el
canto de los pájaros y de los gallos al amanecer, con el olor a sazón materna
colándose por los patios, con el sonido de una melodía imperceptible que viaja
con la brisa y que impregna en quienes la escuchan el deseo y el talento para
crear poemas, para eternizar con versos la magia de ese edén llamado Patillal.
Patillal es el Portal que abre los caminos al corazón de la Provincia, la vieja Provincia de Padilla. Desde allí hasta las inmediaciones de San Juan del Cesar hay un callejón hermosos de un vallecito cantarino en donde están Carrizal, La Junta y La Peña ("donde está aquella morena que Joaquín no la conoce")Es tan encantador su encierro de puertas abiertas que ha permitido que la reverberación natural de mágicos y sagrados parajes de milenaria tradición aborigen, penetren en el corazón de aquellos bendecidos hijos quienes forjaron sus moléculas y sinápsis con los átomos de la tierra-sierra que entraron con la leche materna y el producto de la siembra y la ganadería del lugar. Por eso vibran sin darse cuenta de ello, por eso cantan espontaneamente, porque natura canta a su alrededor y por eso sienten lo que sienten cuando llegan de nuevo a su caja de resonancia. Mi papá me dijo una vez cuando yo era un muchachito de unos 12 años y 'visitabamos' en La Falda un cultivo que tenía con un compadre de él de allí de 'la bajería' (no era Albertico Daza, ojo)y que jamás prosperó - Gracias a Dios- que Patillal desde ahí se veía como un pesebre.
ResponderEliminarUno de los más hermosos relatos de la literatura mundial, para quien esto escribe, es la descripción de un aguacero en Patillal en el libro 'La Casa en el aire' de Don Rafael Escalona, Primera Edición, página 33-35 Xajamaia Editores