- Muy bonito… un día de estos le voy a dar rejo (fuete) por desaparecerse todo el día sin avisar dónde está.
- Madre, pero si tú sabes que me tocó viajar y después estuve en el periódico, trabajando…
-Sí, pero la costumbre es que usted (me interrumpe y no me tutea) llame cuando se va a demorar… Ustedes como hijos no saben cuánto sufre una madre….
De nuevo pronuncia una retahíla sentimental que ya yo me sé de memoria. Entonces la abrazo y le prometo que no volvería a pasar, teniendo como única certeza la convicción de que faltaré a mi promesa el primer día de trabajo acelerado que se me presentara.
Ella también me amenaza sabiendo que no me ‘fueteará’, pues no lo hace desde que yo tenía como diez años y le dañé la canoa en la que se transportaba la familia por el río.
¡Esa fue una ‘tunda’ memorable! Ella me había advertido que no jugara con la canoa (era el medio de transporte familiar en Chocó) porque se me podía dañar, pero –bueno- uno de pelao cree que los papás lo satanizan todo para no dejarnos ser felices… ¡Y cuánta razón tienen siempre!
En efecto, yo jugaba a ‘la navegante’ en el río, cuando el vehículo ‘encalló’ en una ramazón traicionera que estaba semioculta bajo el agua y se rajó por el centro, quedando completamente inservible.
Mi mamá me divisó a lo lejos, con ese ‘te lo dije’ en la mirada, acompañado de un ‘pero vas a ver lo que te pasa por no hacer caso’. Vino a mi encuentro. Yo la vi como una fiera, más alta de lo que realmente era; de paso arrancó una rama de un árbol que ‘se le atravesó’ en el camino… Yo también me le acercaba aceptando mi falta y mi castigo. Me lo merecía. Me pegó en silencio y pude ver en sus ojos el gran dolor que le producía cada latigazo que me daba con la rama.
Dos días después, me encontré con mi novio de infancia y me relató lo ocurrido desde otra visión: la de él observando desde el camino a su suegra disciplinando a su novia. ¡Qué cosas!
Ella tenía una manera muy particular de disciplinar a sus hijos: nunca nos fueteó en partes distintas a las piernas: máximo tres latigazos para las mujeres y cinco para los hombres, dependiendo la falta. Cuando estaba muy enojaba esperaba a calmarse y luego me mandaba a buscar un látigo trenzado, fabricado con cuero de vaca; me explicaba las razones del castigo, me daba los latigazos, y me mandaba de nuevo a guardarlo… Un día el látigo desapareció porque yo lo empapé de grasa y lo monté en el ático… las ratas hicieron lo suyo.
Es que a mí ‘se me pasa’ llamar a reportarme, no porque quiera mortificar a mi mamá sino porque a veces con este trabajo tan absorbente el computador abre su boca y me engulle, soltándome varias horas después, cuando ya la preocupación de mi mamá por saber de mí llegó a su límite.
¿No les ha pasado?
El argumento de mi mamá es que “con tantas cosas que están pasando y con ese trabajo suyo tan peligroso…”. Entonces la tranquiliza saber de mí a cada momento.
Es como lo que cuenta Andrés López en su ‘Pelota de letras’, en la que personifica a las madres del mundo diciendo: ¡Avise dónde va a estar!
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