Se subió al tronco seco del almendro, cerró los ojos y abrió los brazos,
inhalando con fuerza el aire del patio en la casona en la que están sembradas
las profundas raíces de su estirpe y los relatos añejos de bienaventuranzas y
cuitas del pueblo que lo vio nacer, crecer y hacerse un hombre de dinastía.
-“Aquí iniciaba siempre la parranda. Mi abuelo se sentaba a la sombra del
almendro con el acordeón y acá empezaba a llegar la gente”. Eran historias que
le había contado Miguel López, su papá, y que esa mañana se precipitaban a su
memoria como la manifestación de una sed imperiosa por conocer más sobre sus
raíces sanguíneas, musicales y territoriales, sobre aquello que motiva al mundo
a fijar la mirada en su pueblo.
Así lo encontró Efraín Gutiérrez, un primo hermano mayor que acudió en
respuesta de sus inquietudes. “¡Román, cuanto gusto!”, le dijo, antes de
estrecharse en un abrazo y adentrarse en la historia de La Casona, una vivienda
de arquitectura antigua, sobre ‘La Calle de la alegría’, con amplios
dormitorios y un patio enorme que limita en sus extremos con las calles adyacentes,
al nororiente del pueblo.
“Esta era una corraleja. Tu abuelo, Pablo Rafael López, llegaba con su cargamento de queso, plátano, guineo
guindao; los traía de su propia finca para autoabastecer a su familia. Y,
además, tenía el don de tocar acordeón”. Fue un relato apasionante para Román
López, quien ese día amplió las nociones que tenía de los nuevos nacimientos y
las consolidaciones que se gestaban desde debajo del almendro, cuya raíz
pervive ahí, como homenaje tácito al eco de los acordeones que nunca han dejado
de sonar.
Las narraciones de Efraín coincidieron con los que le había hecho su
padre: Cuando Pablo Rafael López se despertaba con ganas de parrandear, tomaba
su acordeón y se situaba en un taburete, bajo el frondoso árbol; su compañera
eterna Agustina Gutiérrez lo escuchaba desde otro sitio del patio, donde bien
podía estar preparando el café o manduqueando la ropa, iba a casa de su mamá
Cristina Gutiérrez y le compraba una botella de ron Centenario. El acordeón
solitario soltaba su melodía y esta saltaba las cercas de madera, atravesaba
calles, caminos, ríos y montañas, convocando a los parranderos del pueblo y de
la región, quienes más tarde estaban llenando el espacio con abundancia de instrumentos,
talento, comida y ron. Llegaban de las casas cercanas y lejanas, de Villanueva,
Fonseca, Mariangola, Manaure, Becerril y se daban cita ahí hasta por cuatro
días, nombres que están entretejidos en la tradición musical de La Paz y del
folclor del mundo, como Emiliano Zuleta Baquero, Santander Martínez, Fermín
Pitre, Julio Álvarez, Leandro Díaz, Juan Manuel Muegues, Chico Bolaños y otros.
El pueblo se amontonaba a la cerca de tablas para presenciar esos
momentos formadores de su historia y hacía loores a las notas de fulano o a la
garganta de sutano. Y la familia López se convirtió en el referente, no solo de
las parrandas, sino de las buenas costumbres y del buen corazón heredados de
los primeros que llegaron a ese valle, entre el río Cesar y la Serranía del
Perijá, en el extremo nororiental del departamento del Cesar, y se sintieron
privilegiados al encontrarse en un suelo fértil, con clima y topografía variada
que se convertían en amigos y aliados para las actividades silvopastoriles de
sus proyectos de vida.
“Es que aquí llegaba todo el mundo y si era de brindarle desayuno, a la hora
que fuera, se le brindaba y si era de llevar para su casa, que la mano de filo,
que el suero, que la leche, que los huevos… porque el abuelo iba todos los días
a la finca y traía de todo”, anotó Román, secundado por Efraín: “En este patio
vivieron todos. Contamos con cantantes como Jorge Oñate, que dividió en dos la
historia del vallenato y la abrió espacio a otros como Poncho; Miguel López le dio trabajo a Diomedes y este
inició un estilo musical que nos tiene muy orgullosos de contarlo entre esta
dinastía”.
Antes de despedirse ese día, y como un anhelo de materializar sus
remembranzas, Efraín y Román acariciaron la idea de hacer una parranda en el
patio de La Casona, de esas de caja guacharaca y acordeón, de invitados
conocidos y anónimos, y sonrieron al imaginar a las mujeres llegando a buscar ahí a sus
maridos desaparecidos y llevándoselos medio dormidos, preñados de cotidianidad
y vencidos por el ron.
Todos esos pormenores fortalecieron el orgullo, que ya era grande, en
Román de pertenecer a la Dinastía López y de ser oriundo de La Paz, municipio del
cual conoció detalles más tarde, en casa de Juan Carlos Olivella, ex alcalde y guardián
de la tradición oral de ese municipio.
Al hablar sobre el proceso de poblamiento, en su libro ‘Orígenes, el
Cesar y sus municipios’, Simón Martínez Ubárnez y Jorge Iguarán Aguilar
precisan que ninguno de los documentos históricos de la época colonial hace
referencia a La Paz, “aun en la segunda mitad del siglo XVIII, que es cuando se
cree que tomó forma su proceso de poblamiento”. Dice el texto que el territorio
actual ocupado por La Paz correspondió a los últimos confines que hacia el
norte tenían los indios Tupe, quienes ocupaban el territorio entre la margen
oriental del río Cesar y la Serranía de Los Motilones o Perijá, desde La Paz
hasta el sur del actual municipio de La Jagua de Ibirico”. Añaden que los
pacíficos no han tenido tampoco preocupaciones por homenajear a un determinado
fundador y citan al que se la ha atribuido esa gesta: el capitán Félix Arias,
en 1702, pero con ciertas reservas relacionadas con una posible corta estadía
de éste en esa zona. “Según otras versiones, también orales, muy divulgadas en
la comunidad, el proceso de ocupación del territorio habría tenido sus inicios
en fechas precisas, el 24 de enero de 1753, cuando vecinos de Valledupar, entre
quienes se encontraban los españoles Simón de Torres, Leandro del Castillo,
Acisclo Arzuaga, Juan de Oñate, José Gregorio Jaramillo y José María Cabrera,
decidieron abandonar Valledupar para buscar nuevos horizontes y dar
organización a sus hatos, sin alejarse mucho de la ciudad”.
Fue esta versión última la que le contó esa tarde Juan Carlos Olivella a
Román. Le habló del punto específico del puente Zalguero como ruta de aquellos
salidos de Valledupar en busca de nuevas tierras.
Por su parte, en su libro ‘Cultura Vallenata, Origen, Teoría y Pruebas’,
el investigador Tomás Darío Gutiérrez Hinojosa dice que La Paz “surgió de una
ciudad indígena precolombina que fue poblara por el capitán Félix Arias
alrededor del año 1700… Sin embargo, parece que no se constituyó en verdadera
población hasta principios del siglo XIX”. Es precisamente Gutiérrez Hinojosa
en esta obra quien habla de la Escuela Central del vallenato[i],
que tenía como epicentro a Valledupar, de la que dice “ha sido una especie de
astro urbano rodeado de satélites constituidos por pueblos que lo circundan y
que le son idénticos en sus tradiciones y costumbres, manteniendo tanta
identidad, que el conjunto constituye una perfecta uniformidad cultural y específicamente
musical” y entre esos ‘satélites’ enlista a La Paz, junto con Villanueva, San
Juan del Cesar, La Jagua del Pedregal Atánquez, San Diego y otros. Y cita como
representantes de esa Escuela Central a José de las Mercedes ‘El Cede’ Gutiérrez,
Alfredo Gutiérrez Acosta, Juan López y Miguel López, todos miembros de la
dinastía López: Todos familiares de Román López. Y cita un testimonio de Luis
Zuleta Ramos, músico de bandas (1922-): “Ve, ahora que me acuerdo, otro grande
que hubo por aquí fue Carlos Araque, de Manaure, y también Juan López, Pablo
López y Carlos Noriega, de La Paz”.
Ya con estos elementos históricos en su mochila, Román pudo unir los
hilos de la historia de Los López, cuya raíz se hunde en San Juan del Cesar, con
Juan Bautista ‘Juancito’ López Molina.
De San Juan a La Paz llegó Pablo Rafael López Gutiérrez, con Juan Bautista y
Antonio Jacinto, sus hermanos. Y de Pablo Rafael nacieron los hermanos Pablo,
Juan Alfonso (Poncho), Elberto (El Debe) y Miguel, este último padre de Román.
“La dinastía comienza con los Molina, el papa Francisco Antonio Molina se casó
con Maria de Jesús López, de ahí nació Juancito López. Se vinieron a América a
la Alta Guajira y se fueron ubicando en los pueblos”, anotó al respecto Efraín
Gutiérrez y añadió que los Gutiérrez son las parejas afectivas de los López.
Tiene un padre José de las Mercedes ‘Fede’ Gutiérrez. Eran doce hermanos, entre
esos está el abuelo de Alfredo Gutiérrez. ‘Fede’ era el bisabuelo de Miguel López”;
es decir, tatarabuelo de Román. Ellos, los López y los Gutiérrez fueron los
responsables del desarrollo de la música en La Paz, donde se dio una simbiosis
armoniosa con aristas no solo de caja y guacharaca, sino también con música de
banda.
Después del mediodía, se le vio a Román López recorrer, asombrado como
un niño, la casa -de 16 habitaciones y dos moradores- del profesor Olivella,
quien lo paseaba por la habitación en la que durmió Alfonso López Michelsen, el
salón donde bailó José Barros; le mostraba en una estantería las enciclopedias
que su familia le compró a Gabriel García Márquez cuando ejerció el oficio de
vendedor de libros y llegaba con el médico Manuel Zapata Olivella, a quien el
año rural llevó a La Paz, donde construyó una hermosa historia de amor e hizo
aportes a la significación de ese territorio donde la gente le cantaba – y le
sigue cantando – a todo: las penas, las desdichas, cosechas, las almojábanas
emblemáticas y a los resurgimientos ante hechos aciagos, como el carnaval aquel
que terminó en tragedia, por allá en los años 50, cuando la los efectos de la
guerra bipartidista, encarnados en los chulavitas (policías), se manifestaron
en la caseta ‘La Tuna’, dejando al pueblo en llamas, con más de treinta casas
reducidas a cenizas, con tres policías muertos, muchas personas buscando
refugio y el olor a humo como evidencia de la guerra en La Paz.
Los nombres de estos personajes fueron para Román la justificación para
mantener el lugar de privilegio que hoy ocupa su pueblo en la constelación
universal, no solo musical sino también gastronómica. Ellos: Su linaje, amigos
como Gabo, Zapata Olivella, Rafael Escalona, Alfonso López, Poncho Cotes; las
emblemáticas almojábanas que desde antaño impregnan los amaneceres de olor
fresco salido de los hornos de barro y que hacen parte del paisaje del
municipio; además, la gran cantidad de productos agrícolas que han convertido
al corregimiento San José de Oriente en una despensa del Cesar, y la buena fama
de los quesos que allí de producen. Son también estos protagonistas los que se
levantan conceptualmente ante el mundo para atemperar los ecos de la
problemática social que representa el contrabando de la gasolina, que hoy se
yergue como riesgosa oferta de vida incluso para muchos menores de edad.
Pero la fuerza ancestral de la música que traen estos jóvenes en sus
genes los impulsa a buscar sus raíces y muchos de ellos hacen parte hoy del
semillero que se abona desde la Casa de la Cultura ‘Manuel Moscote Mejía’, con
apoyo del Ministerio de Cultura. “Adelantamos un proceso de preservación y conservación del vallenato
autóctono. Tenemos formación en música tradicional en categoría vallenata, por
rescatar elementos básicos del vallenato y mantenerlos”, explicó Miguel Àngel
Hernández, director de la Casa de la Cultura, quien ese día acompañó en su
periplo nutricional histórico a Román, primer tutor que tuvieron los aprendices
de la tradición. “Con este proyecto,
hemos rescatado a hijos de los ‘gasolineros’ que ven en el transporte de la
gasolina una opción laboral. Esos niños que hoy están haciendo folclor, música
tradicional vallenata, son niños que ya tienen otra cosmovisión, a partir de la
cual van a formar nuevos proyectos de vida, no solo es entonces el aporte a lo
folclórico y cultural sino sociocultural, desde la proyección de los niños que
visionan un proyecto de vida distinto al que tienen sus padres”, concluyó
Hernández.
Despuntaba ya la tarde cuando Román acompañado por su acordeón y el
profesor Olivella caminaba por la ribera del río Mocho, donde se encontró a un
grupo de niños bañándose en los charcos que lo hacía él cuando fue su tiempo.
“Así me bañaba yo, como ellos. A esta hora se volaba uno de la casa y se venía
a bañar acá”. Y fue ese uno de los momentos más emotivos del día: El viejo
contaba sus historias y el joven las traducía en melodías de su acordeón, que
desde el charco los niños acompañaron con sus voces.
Luego Román se colgó el acordeón en la espalda, como lo hacían sus
ancestros, y se fue río arriba, llevando en su alma henchida de orgullo, con una visión nítida de
quién es él: Un López y un pacífico, dos características tan infinitas como las
notas de las acordeones sonaron en la raíz del almendro y perdurarán,
convocantes, en el aire.
Texto escrito para la revista del Festival de la Leyenda Vallenata, en su versión 48 (Abril 2015)
[i]
Según Tomás Gutiérrez Hinojosa, existen cuatro escuelas de la música vallenata;
La central, con epicentro en Valledupar; la Negroide, con epicentro en El Paso;
la Ribana, con epicentro en Fonseca, y la Ribereña, con epicentro en Plato.
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ResponderEliminarBuena nota, como todas las que salen de tu nicho. Saludos Mari.-
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