Suele sentarse bajo el
atardecer y quedarse ahí, sin un derrotero específico, escrutando el ocaso con la
natural mesura de su mirada. “Son tan cambiantes las puestas de sol”, se le
escucha musitar en ocasiones, cuando el día se va despidiendo por el occidente
como acuarelas mutantes.
Verla vivir sus tardes es
asistir a una ceremonia gestual de ceños fruncidos y sonrisas inexplicables, de
manos que se expresan en un monólogo sin palabras y sin audiencias; un momento individual
que la sugiere en viajes regresivos hacia otros tiempos de ella misma, tañendo
un racimo de recuerdos que se manifiestan en sus facciones y músculos, ilógicamente
firmes para su realidad octogenaria.