El acordeón solitario y cansado invadía con sus notas todo el recinto, acompañando la voz añosa de un campesino que lanzaba un pregón triste. “Me da tristeza, hasta ganas de llorar por la violencia que nos está consumiendo, sólo mi Dios nos puede ayudar…”. Y seguía cantando el suplicio de una comunidad entera que sufrió, y sigue sufriendo, como muchas otras, las consecuencias de una guerra ajena.